jueves

Actuar o no actuar, ésa es la cuestión (monólogo del hombre indeciso)


Actuar o no actuar, ésa es  la cuestión. ¿Qué es más elevado  para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, tratar de acabar con ellas?

Morir…, dormir; no más. ¡Y pensar que con el sueño inducido por  pastillas creemos dar fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡Morir…dormir, tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! Pues es forzoso que nos detenga considerar  qué  pesadillas nos pueden sobrevenir en este afán nuestro, cuando nos encontremos enmarañados  en el torbellino de la vida.

¿Es ésta la reflexión que da tan larga vida al infortunio? Pues, ¿quién soportaría los ultrajes y desdenes del explotador, los agravios del opresor que bombardea poblaciones civiles, las afrentas del soberbio financista, los  tormentos del amor desairado, los fallos de la injusta justicia, las insolencias del poder  y los desdenes  que la paciencia de los pobres recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría recuperar su dignidad con la simple acción?

¿Quién querría llevar tales cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor a algo más allá si abandonara  esas cargas, el horrible miedo al castigo del poderoso, el quebranto de la calma anónima, la pérdida de la   reposada indiferencia,  la temida región del desafío de cuyos confines se regresa victorioso o derrotado, alternativa que desconcierta nuestra voluntad y nos hace soportables los males que nos afligen antes de lanzarnos contra aquellos otros que vislumbramos? Así la conciencia nos vuelve cobardes a todos y así el primitivo matiz de la resolución desmaya con el pálido tinte del pensamiento, y las empresas de gran aliento o importancia, por esa consideración, tuercen su curso y pierden el nombre de acción.

Hombre líquido
David dos Santos Feal

domingo

El fin del año




Ya estamos sobre el fin del año 2012, y el fin del mundo no se ha producido ni parece que fuera a suceder en los días restantes, aunque es probable que los que lo anunciaban, basados en distorsiones sobre las creencias mayas,   hayan ganado mucho dinero con libros y películas. Más allá de eso,  de que el fin del mundo no se ha producido, que no es poco considerando los desastres ambientales, las guerras, las violencias sobre los pueblos y el desaforado consumo de los que pueden consumir,  otro fin de año se  nos acerca. 


Se nos acerca, sí. Ya lo tenemos encima. Empezó a acercarse el 1º de enero del año  y lo hizo sin pausa, día tras día  y mes tras mes. Y nosotros pasábamos las hojas de las agendas, programábamos actividades a días vista,  establecimos días de encuentros, de viajes, de trabajos,  de proyectos, y  nos parecía tener el control del tiempo, pero no…Estamos en el fin del año y  exclamamos sorprendidos:

- ¡Ohhh! ¡Se fue otro año!

Como si no  hubiéramos advertido que  lo gastamos día a día, lo consumimos, y el año también nos consumió a nosotros. Con su potencia calendaria, nos dice ahora que estamos un año más vividos. ¡Chin chin!

En  los trabajos suceden los síndromes de fin de año: de pronto, lo que no se hizo o no se pudo hacer en varios meses debe quedar cerrado, terminado, entregado. Parece de verdad que desde el 1º de enero del próximo año sucederá un nuevo ciclo del cosmos, a la manera maya, y no podremos llevar nada de este ciclo,  que quedará en otra dimensión. Los jefes desempolvan viejas tareas que fueron suspendidas y preguntan si  están terminadas, y recuerdan que lo que no se hace o no entra hasta el 31 de diciembre se perderá en el ciclo que culmina.  La gente anda cargada de actividades de un lado para otro, deseando que el año termine finalmente  para dejarlo atrás como a una prenda usada. De pronto el año pesa,  los días vividos parecen estibados sobre la espalda de cada uno,  y se siente una urgencia de desembarazarse de esa carga y  una ilusión de comenzar el año nuevo livianos, flotantes,  sin ataduras.  Ilusión calendaria.

Y además hay que organizar fiestas. Hay que organizarlas en los trabajos y en las familias, y compartirlas con los queridos y con los que no. Hay que compartir el fin del año como si se tratara de una pequeña catástrofe de fin de los tiempos, para conjurarlo, y hay que  soltar burbujas, fuegos artificiales,  abrazos, regalos, saludos  con gentes diversas,   para recibir al nuevo, una fecha cero que dará paso al inicio  de otro año.

Otro año, que transcurrirá día tras día, sin pausa, hasta que digamos cuando el que aún no ha llegado esté por finalizar:

-¡Ohhh! ¡Se fue otro año!


Calendario maya


























lunes

Acecho de temporada


El faro Querandí  me advierte, a mi derecha,  que estoy por llegar. En un saludo le prometo que alguna vez, no ésta,  voy a visitarlo.   Es día de semana, y estamos fuera de temporada. Yo vengo ahora justamente por eso, porque me gusta ver los lugares ausentes de multitudes, y las gentes antes, previas,  como  actores que recién se estuvieran preparando detrás de escena para representar sus papeles, en una promesa de dejar ver  algún secreto que no contarán después, cuando estén en el escenario.  

Llego a Villa Gesell como quien llega a una casa  en momentos en que toda la familia está ocupadísima. Muchos geselinos  se han ocupado en grafitear  los paredones  en protesta contra el aumento del  transporte, una abstracción para los turistas de enero y febrero, que ya no los verán. Y en el hotel me reciben con cierta preocupación porque ellos  están en obra, me aclaran. Y la encargada, adelantándose a cualquier reclamo,  añade que tiene a sus dos niños con ella, lo que significa que adonde ella se encuentre,  se encuentran sus hijos. Los niños, de unos dos y unos seis años, me observan con moderada curiosidad.  No importa, decido, me quedo.  Son sólo un par de días.

Por las avenidas, los locales con los vidrios pintados de blanco y  vacíos, empiezan a despertar de su hibernación.  En  los bares y restoranes cerrados  se ven  sillas apiladas sobre las mesas, y   gente tomando medidas, lustrando maderas,  cambiando  pisos.  Todavía no se limpian los vidrios, pero  falta muy poco.  Hay una fiebre refaccionaria: se ven techistas sobre las casas,  albañiles  en los edificios, grúas moviendo arena y playeros recomponiendo tablones en  la rambla de madera. Al  lado del hotel donde me alojo, una pinturería recibe una carga de baldes de pintura. Pinturas de paredes de todos los colores,  docenas y docenas de litros.

La ciudad  parece una gran escenografía preparándose para su mejor obra: la temporada.  Los comerciantes invierten en stock, los hoteleros en  refacciones y mobiliario, el municipio en obras, todos en espera de recuperarlo con creces.  Los trabajadores de verano, mozos y camareras, vendedores de comercio, promotoras, mucamas, jardineros, calculan la fecha de inicio del trabajo. Hay una respiración agitada, una tensión de espera, encogida como un  felino  justo antes de saltar.

Después de la caída del sol  se puede observar a   los acechantes nocturnos: detrás de un bar con las sillas apiladas y una luz  agónica sobre la barra, una pareja saca cuentas y  evalúa. Un hombre,  sentado  quieto y  en silencio en el hall a oscuras de un hotel todavía cerrado, me sorprende,  y me mira mirarlo. ¿Meditaba, recordaba, calculaba? Los  locales de juegos electrónicos, abiertos pero  vacíos,  ya relampaguean con sus luces rojas y azules,  y advierten desde ahora mismo que no permanecerán ni un solo segundo en reposo, que la estridencia es su naturaleza y la ocupación sin descanso, uno al lado del  otro, uno después de  otro, en los simuladores de autos de carreras,  en los juegos de superhéroes,  y en los crueles asesinos que se persiguen con  impiedad  por las rectas calles  virtuales. 

Al día siguiente me recibe el mar esplendoroso de la mañana. Es un día perfecto de la primavera avanzada.  La playa está deliciosamente solitaria.  Allá, lejos, corre un hombre  al borde mismo del agua, y  para el otro lado, una mujer pasea con su perro.  La playa es mía y el mar se  abandona, se me entrega tal como está,  manso y   azul.

Vuelvo al hotel a escribir esto, y como el wi fi no llega a mi habitación me instalo en el desayunador. Pero por  esta zona va y viene, atareada, la encargada, y adonde está ella están sus niños. Los niños  juegan entre ellos, corren entre  las sillas, gritan. La encargada quiere calmarlos, retirarlos de mi cercanía, pero  ellos se empecinan. Se empecinan cada vez con más bríos: saltan de silla en silla, se empujan, se pelean,  tropiezan, se caen, lloran.   La encargada se disculpa y me invita a instalarme en el hall del  primer piso, adonde igualmente llega bien la señal.  Allá voy.

Pero por el hall pasan los albañiles que trabajan en diversas habitaciones. Suben por las escaleras con cajas de cerámicas, bajan con alfombras desechadas, suben con herramientas, bajan con  dudas que resolver con el encargado.  Suben y bajan, bajan y vuelven a subir, y se los oye cortar, lijar, martillar,  medir, arrastrar. 

Al fin, mis circunstancias me causan gracia más que  irritación.  Dejo todo  y  por el tiempo que me falta, me refugio en la playa.  En  el más perfecto backstage,  adonde envuelve y desenvuelve sus olas  el perseverante mar,   el actor principal de los montajes de cada año.




 


jueves

Cielo e Infierno, de "Base de mis Datos"


El primer cielo de todos es el cielo de la pampa. Altísimo, enorme, de horizonte a horizonte. Con sus tonos de luz, sus tormentas, sus interminables crepúsculos y sus pájaros. Bajo esa bóveda protectora estaban mi casa, los sembrados, los animales, yo misma. Existía también el cielo de la rayuela, que teníamos que alcanzar a los saltos. Se llama cielo - pensaba yo - porque lo dibujamos redondo como el cielo de la pampa.
Pero había otro cielo, el cielo deseado. Sin ubicación exacta y superpoblado de gentes extrañas que se habían ganado el derecho a habitarlo haciendo cosas rarísimas. Había anacoretas que llegaron a él con mugre, hambre y aislamiento. Había mártires que cantaron en la boca de los leones. Había vírgenes, lo más extraño de todo. También predicadores que habían viajado a tierras donde ya tenían dioses y otros que se castigaban a sí mismos clavándose agujas o abriéndose llagas. Al llegar al Cielo serían recompensados integrándolos a los coros divinos y permitiéndoseles que cantaran alabanzas al Señor ¡por toda la eternidad!. Cuando me entero de cuál es el premio por tanta devoción y tantos heroicos desvelos me siento profundamente decepcionada: yo ya sé lo que es cantar en el coro de la escuela.

En el cielo de
la Iglesia hay pinturas. Es un cielo abovedado como el cielo de la pampa. Me pierdo mirándolo. La pintura que más me interesa es la de la Sagrada Familia huyendo a Egipto. Los acompaño en la preocupación y trato de penetrar su inquietud pero se los ve serenos considerando su condición de fugitivos. Los tres miran a cámara y el burro tiene una cabeza desproporcionadamente grande. El Niño Dios, tan chiquito, ya bendice. Una gran mancha de humedad, amenazadora, se alza sobre el horizonte. Un tiempo después, la Humedad alcanzará a la Sagrada Familia, los tomará  prisioneros y comenzará a descascararlos lenta, cruelmente. Después seguirá con la Anunciación y las magníficas alas no le servirán al Arcángel Gabriel para escapar del cielo carcelero. Y hasta se atreverá con el mismo Cristo resucitado, más allá, sobre el altar, y resultará victoriosa sobre él. Finalmente, una decisión terrenal ordenará demoler la bóveda celeste, picarla centímetro por centímetro, y construir un nuevo cielo de color crema, pálido y liso. Desde entonces, desespero de aburrimiento en los sermones. No entiendo el cielo prometido. No sé cuál santo se levanta la túnica impúdicamente y me muestra una herida en su pierna. Me desoriento. Cuando yo me corto me curan con alcohol y me cubren con gasa o con curitas. ¿Habrá que ganarse el Cielo con las rodillas lastimadas?. 
 Mientras tanto, evalúo la extensión de mi aburrimiento y el tono de voz del padre para calcular si está por dar fin al sermón. El Cielo me parece inalcanzable: para ganárselo hay que herirse, o no sentir miedo ante las fieras o irse a tierras de extranjeros. Además, el Cielo no es nunca el cielo gozoso de los Evangelios. Todo lo ve Dios Padre, el de las terribles iras. Frente a él, su Divino Hijo inclina la cabeza y la Virgen María no dice ni mu. Él descarga epidemias, ordena al fiel Abraham ¡matar a su propio hijo!, abre los mares y castiga a su pueblo con exilios y guerras. Es demasiado poderoso y demasiado cruel. No me gusta.
Pero así y todo se me convence de que hay protección del Cielo sobre la Tierra: para cada alma hay un ángel de la guarda. Se dice que si uno gira rápidamente la cabeza y tuerce los mirada, verá al suyo. A mí, mi ángel de la guarda me atemoriza. No quiero que haya alguien a quien yo no puedo ver  detrás mío todo el día. Lo sé bien cuando es de noche y debo cruzar el patio a oscuras adelantando el cuerpo para ir más rápido y que mi ángel no me toque la espalda.

Más le temo al iracundo Dios Padre que al mismo Infierno. Porque al Infierno no debo imaginarlo, al Infierno puedo verlo, está al lado mío y es real y concreto.  El Infierno sería elinfierno del chico de Matías, de quien se murmuraba que recibía terribles palizas de su padre (yo buscaba en sus ojos la verdad de aquellos rumores). El Infierno era salir de la escuela y correr temiendo que mis padres ya se hubieran ido, sin esperarme. El Infierno eran los piojos de los Rosales (“es un infierno” protestaba mi madre) siempre imbatibles y resucitados aunque nos echara DDT y nos hiciera dormir peinados con querosén.
Después, el Infierno fue el de los inundados, evacuados a los vagones del ferrocarril, y el de los chicos de Villa Sandalio, descalzos sobre la tierra reseca y polvorienta de enero. Y luego serían las cárceles y lo que sucedía dentro de ellas, Vietnam, la pobreza de los marginados, la explotación de los que trabajaban, Biafra, el Pentágono. Un poco después, el Infierno abriría sus puertas  de par en par cuando fueron abiertas las del camión frigorífico  con su carga de asesinados por la Triple A, colgados de los ganchos como reses. Y luego el Infierno ardería por toda la Tierra y no tendrían escapatoria los perseguidos por causa de la justicia, quienes morirían en las mesas de torturas o fusilados en noches tenebrosas. El Infierno sería también el de quienes lo habíamos entrevisto y sabíamos que ese infierno existía. Porque habíamos hecho algo para merecerlo: habíamos imaginado otro Cielo. 

Un Cielo real y concreto, el revés del Infierno verdadero. Un Cielo de leche y pan, de largas mesas tendidas, de alegría, de pies calzados. En ese Cielo no habría niño abandonado ni viejo desvalido. El trabajo no sería nunca más una condena y nadie moriría de una muerte que no fuera la suya, ni antes de tiempo ni inútilmente. Ese Cielo aún no estaba pintado, aún no estaba construido, pero el primer paso para que existiera era desearlo. Sería un Cielo enorme, de horizonte a horizonte, bajo el cual todos cabríamos para gozar de sus tonos de luz, sus estrellas y sus pájaros.

Después, yo volvería a comprobar que el Infierno, como siempre, ocupa su lugar aquí en la Tierra. Y el Cielo sigue inalcanzable.




















viernes

ESQUINAS Instantánea


A esta hora el sol no tiene compasión  y se descarga sobre las calles con furor  vengativo. En la esquina, el semáforo acaba de ponerse en verde.  La gente  que caminaba lista para cruzar se detiene, algunos retroceden desde la misma calle  y buscan la sombra acogedora del plátano para esperar el cambio de luz.

Pasan autos y colectivos, rasantes, sumando  el calor de los motores al del impiadoso sol.

Bajo el plátano, un vendedor de bijouterie, altísimo y  negrísimo, ofrece sus anillos. Una mujer se los prueba. Unas chicas de secundaria ríen entre ellas, con algún secreto cómplice.  Un hombre de saco y corbata, con la frente perlada de sudor, habla por celular. Un muchacho de bermudas rojas se abstrae mirando a unos albañiles colgados del edificio de enfrente. Una pareja muy joven toma helado de un solo cucurucho.  Un hombre impaciente ya ha bajado al cordón para lanzarse a cruzar en cuanto cambie la luz. Una mujer, con su hijito de la mano, vacila buscando una  dirección y pregunta  algo al  kioskero, que levanta el brazo  señalando un rumbo  con el índice. Al niño le llama la atención la indicación y  queda fascinado  por ella, con la vista fija en el dedo.

La luz cambia. El paso rasante se detiene. 

La esquina, suspendida, ahora se echa a rodar.

El niño pierde la atención puesta en el dedo indicador y desvía la mirada, la madre da las gracias, el impaciente, veloz,  ya está cruzando,  la pareja se mira y sonríe, con el helado acabado, el muchacho de bermudas rojas atiende una llamada, el hombre de saco y corbata guarda el celular, las chicas de secundaria observan ahora al  vendedor negrísimo y altísimo, el vendedor cobra su venta, la mujer paga  y cuando se vuelve,  me choca, justo cuando yo también iba a cruzar.


sábado

Que las hay, las hay


Tengo  un compañero de trabajo que es un tipo buenísimo, solidario, inteligente. En la oficina donde trabajamos  somos todas mujeres menos él,  y no sé si es debido a esta condición de inferioridad numérica que  se destaca también por su ausencia de machismo, al menos entre nosotras.
Con estas cualidades me llamaba la atención que algunas veces,  hablando de su casa o de su familia, mencionara a su mujer como “la bruja”. “La bruja” esto o “la bruja” aquello…Esa forma  despreciativa o  agresiva   de llamar a la esposa desentonaba marcadamente en él.
Un día se lo comenté.
Mi compañero hizo un gesto de sorpresa, como si recién reparara en sus expresiones.  Después se sonrió,  y comenzaba a decir algo cuando  otra cosa  nos distrajo y no seguimos la conversación.

Unos días después se enfermó,  y como tenía en su casa unas carpetas que necesitábamos para el trabajo de aquella mañana, fui a  buscarlas.
Me abrió la puerta engripado, tosiendo y con fiebre. Me alcanzó las carpetas pero antes de irme me dijo que quería mostrarme algo. Desapareció en la cocina y volvió con una escoba en la mano. Lo miré sin entender,  con una interrogación.
- Es de mi mujer -  dijo sencillamente.
La escoba no era como las actuales sino con las pajas redondas,  como las  de antes. El palo  era oscuro y liso, y en la mitad estaba lustroso por el roce de las  manos.
- Es la que usa para volar -  me aclaró mi compañero -  desde hace añares.
Después, por señas para no forzar la garganta, me indicó que lo siguiera al patio.  Allí me mostró un caldero que colgaba de un trípode, y con voz ronca me ilustró sobre los usos que le daba la mujer. Un gato renegrido, de feroces ojos amarillos,   apareció de pronto,  no supe de dónde, y se quedó a escuchar la conversación. Como si  la entendiera, ni más ni menos.
Antes de irme  me señaló una capa larga y oscura  colgada detrás de la puerta.
- ¿Y cuántos años tiene? -  pregunté, de puro curiosa.   
- En el documento, la misma que yo -  me contestó él,  despidiéndome, antes de otro acceso de tos.



lunes

Declaración


Dudas


La  mujer da vuelta  la esquina, y casi lo pisa: hay un cuerpo en el suelo. El cuerpo de un hombre, que está cruzado en la vereda. Está de costado, como si buscara la mejor posición para dormir, con la cabeza  apoyada sobre la vereda, en una torsión difícil para el cuello y la cabeza,  que no tiene ningún apoyo. Una mano entre las  piernas encogidas y la otra cubriéndose la cara, o los ojos, como si la luz  le  molestara. Es un hombre joven, sucio, con  la ropa  vieja y mugrosa de  un color ahumado. La piel también es de color mugroso, ahumado.

La mujer, que venía distraída, se  sobresalta y se detiene. ¿Este hombre estará bien? Debe estar  bien, se responde en el acto, es un sin techo, duerme en la calle…Pero qué manera tan estruendosa de dormir, interpelando a todos. Otro vecino,  vagamente conocido,   pasa junto a ella y también se detiene un momento. La mujer busca opinión o  apoyo, aunque  no sabe para qué.
-¿Qué hacemos? – pregunta al vecino,  en   una   interpelación que demanda o involucra en plural.
-Debe estar borracho o drogado – sentencia el vecino categóricamente,  y sin  más  da media vuelta y sigue su camino porque a él no le compete esa demanda, y ese plural no  lo involucra.

A la mujer   la actitud del vecino la  enoja,  por indiferente, y la enoja porque  ella no puede alejarse así nomás, y eso le   produce más enojo. Un tirón del corazón le dice que averigüe, que se acerque al hombre dormido o caído,  que  vea si está bien, si solo duerme la  mona o está descompuesto. Pero enseguida  desconfía y teme. Si se acercara,  si averiguara, ¿de qué cosas podría enterarse? ¿Qué abismos de miserias y abandonos se abrirían ante ella? ¿Qué le demandarían? ¿De qué tendría que hacerse cargo? Y si estuviera descompuesto, se vería en la obligación de llamar una ambulancia, ¡con lo que tardan en llegar!, y después tendría que  atender un interrogatorio,  y esperar y esperar… ¿Cuánto tiempo? ¿Una hora, una hora y media? ¿Dos? ¿Más?

La mujer se dice que no, que hoy llegaba muerta de cansancio, que no tiene ganas de esperar una ambulancia y vaya a saber qué más (trámites, denuncias), si es que se acercara al hombre caído en el suelo, si se inclinara sobre él, y si al llamarlo, al sacudirlo, el hombre caído no respondiera. ¿Respira?  Sí, respirar, respira.  Y respira plácidamente, como si estuviera en lo más profundo del sueño, tan desentendido de lo que ocurre a su alrededor.

Debe estar durmiendo la mona, nomás. O pasado de rosca. La mujer se convence. Tan sucio y zaparrastroso, pobre tipo que duerme en donde puede. Así que da la vuelta, ella, como antes el vecino, y se  va. Además, da la vuelta con urgencia para dejar de ver la mano ésa con que el hombre se cubre  el  rostro, o los ojos. A la mujer se le figura que podría estar llorando…

No, mejor se va.

Su departamento está a mitad de cuadra.  Camina, camina, camina, rapidito, encuentra la llave en la cartera, abre la puerta del edificio y  detrás suyo la puerta se cierra, ¡plap!  Después abre la puerta de su departamento y ¡plap!, la cierra detrás  con un portazo.
Plap. El hombre caído quedó atrás, abajo.

Se quita los zapatos de tacos altos y se  queda descalza. Prende el televisor, siente  hambre.   ¿Qué hay para comer?  Recién  ve un   mensaje: él  no viene, hoy cena sola. Mejor,  tenía ganas de  hacer nada.
Se ubica frente al televisor con un sándwich enorme, tanto que verlo le da  risa. Le da risa, y en seguida se acuerda del hombre, abajo. Iba a dar una soberbia mordida, pero…no puede morder.

El hombre caído, abajo, ¿no se habrá desmayado de hambre?
No, se dice, tan flaco no estaba.
Pero, ¿y si lo despierta y le lleva un sándwich?
No, se dice, tendría que despertarlo y no sé con qué se aparecería  si lo despierto…Además, ¿y si estuviera llorando nomás? ¿Qué hago, lo consuelo? ¿Me siento al lado y lo escucho, y me  hago  cargo? ¿Y cómo hago si le falta todo desde que nació? ¿Y si tuviera que quedarme con él toda la santa noche?
No, no quiero.

La mujer se dispone a comer. Se ordena comer. Así que  da un gran mordisco a su sándwich.  Pero muerde y siente que se  le desapareció el hambre rico y animal que traía. Ahora resulta que se fuerza a comer.
- Vos siempre la  misma -  se reta.
Cambia de canal.  Pasa a otro,  y a otro,  y a otro…Nada, no puede olvidarse del hombre abajo.
¿Y si el hombre, abajo, estuviera descompuesto? Pero descompuesto de verdad, algo del corazón, por ejemplo.  No, no sería del corazón, con esa postura de costado que tenía, acomodado para dormir mejor, no desmayado. Dormir donde lo agarre el sueño, la curda o lo que sea.

La mujer toma otro bocado, y cambia de canal otra vez. Y se dice, sin hacer ninguna  promesa, que en cuanto  termine de comer bajará a ver qué es del hombre ése. Tal vez se despertó y se fue, tal vez lo despertó la cana a patadas… No, eso no, no quiere pensar eso.  ¿Pero podría ser, no? No, bueno, no puede hacerse cargo de la brutalidad policial también. Al fin, resulta que siempre está haciéndose cargo de todo. Pasa una mosca volando y se hace cargo.
La mujer siente que tiene un gran bocado inmóvil en la boca,   que no está  masticando.   Se está acordando del vecino que  dijo “debe estar borracho o drogado”, y que dio media vuelta y siguió su camino. ¿Cómo hay que hacer para ser tan indiferente? La mujer moviliza al bocado, mastica lentamente, sin ningún gusto. 

¿Baja? ¿No baja?
La mujer sube el volumen de la televisión. Bueno, ¿qué hace?
¿Y por qué le parece que debería hacer algo? ¿Y por qué  debería hacerse cargo del hombre caído? ¿Se hace cargo el vecino ése, eh? ¿Cuántos pasaron al lado del hombre y siguieron de largo? A ver, que levanten la mano. ¿O estarán dándole vueltas al asunto, culpándose por egoístas,   como ella?
La mujer encuentra que echarse culpas es una porquería.  Vuelve a retarse.
La mujer piensa que tal vez, si bajara ahora, el hombre ya no estaría.  Desea con todo su corazón que el hombre caído no estuviera más, se hubiera ido, lo hubieran llevado, cualquier cosa… pero que no estuviera más…Que  pudiera decir “subí a comer algo y cuando bajé ya no estaba”.

Va a bajar, para ver que no esté. Va a bajar para ver que no esté.

Pero, ¿y si está?
De la bronca que siente deja de comer, la  mitad  del sándwich enorme descansa en la bandeja.  Seguro que el hombre se  comería esa mitad con tantas ganas si  alguien se lo ofreciera…
- ¡Basta! -  se grita.
Empareja con un cuchillo   la  mitad del sándwich enorme y lo envuelve en una servilleta,  y  encadenando un  movimiento detrás de  otro para no arrepentirse, se calza, deja el  televisor  prendido, abre la puerta del departamento, baja por la escalera para no permitirse ni un segundo de espera del ascensor, abre la puerta del edificio, y sale a la vereda.

Mira con  los ojos grandes, siente los ojos grandes en las órbitas.
Mira: el hombre caído ya no está.
Ya no está. No hay nada de él, ni  un trapo olvidado, ni un tetra, ni una mancha, nada…Parece que no hubiera habido nadie ahí, nadie  dormido en un sueño escandaloso que se cruzaba  imperativamente sobre los demás. La esquina está vacía de su estruendo.
La mujer mira  a los lados,  mira las calles, a ver si lo descubre. Pero no, no está a la vista. Pasan a su lado unos chicos, una  señora que también conoce vagamente y que la saluda, y un repartidor de pizza,   cada uno en  su  universo. Ninguno parece haber sabido.
La mujer se dice, sin alegría y  con alivio,  que se le cumplió el deseo. Siente vergüenza de haber deseado esto mismo. Siente el sándwich inútil en la mano. Y mientras vuelve paso a paso  a su casa ya  siente lo que la acompañará mañana todo el día: una cosa chiquita que le hará preguntas,  pero en un tono bajo que no le va a impedir hacer nada, algo como  una molestia, algo menos que una distracción, apenas si un toque de  atención cada vez que de vuelta la esquina de su casa.

jueves

Elogio de los chinos de la esquina



En la esquina de mi casa hay un autoservicio chino. Es pequeño,  apenas un poco  más grande que un almacén  de barrio, y está atiborrado de mercadería.  Los dueños son Wang y Ling,  con sus hijos.

A Wang,  muy amigable y  simpático, los vecinos lo  rebautizaron Juan.  No bien llegó Wang se hizo hincha de Boca, y parece que  le gustó   porque   sigue al equipo y a  los clásicos como bostero nativo: se pone la  camiseta y enciende el televisor con pasión, y arrastra al hijo adolescente a las delicias del fútbol nacional. También  lo  he visto  enseñando en la vereda algunos rudimentos de artes marciales a los chicos de la cuadra. Los chicos lo seguían con atención reverencial, seguramente porque es chino. Wang habla muy mal el castellano. A pesar de que lleva años en  Buenos Aires  parece que  hubiera llegado ayer. 

Mucho mejor que él  lo habla Ling.  Ling  no sabe de recreos y es trabajadora más allá de la extenuación.  Nunca se la encuentra descansando, o  leyendo  los diarios chinos gordos como libros, o  mirando televisión.  Si no está atendiendo clientes  está controlando entregas de mercadería, discutiendo con los proveedores, o llenando las heladeras de botellas o los estantes de latas, tratando de hacer  un improbable nuevo espacio entre lo ya ubicado. Viéndolos a los dos se advierte que  Ling es la que conduce y baja a tierra a la familia, y Wang es quien, de cuando en cuando,  la hace volar.

En este  planeta chino imbuido  de horror al vacío los clientes solemos pasar  saltando  sobre las cajas aún sin  abrir,  y  sobre los bolsones de  rollos de papel  y los packs de gaseosas recién descargados, para llegar al estante de productos de limpieza o a las sopas en sobre. Entre todo lo que entorpece el  paso puede encontrarse a la hija, marcando precios en  los productos, o al hijo, absorto con la película que sigue en su i-pod  mientras atiende la caja. 

En verano, un  par de ventiladores trabaja obstinada e inútilmente para refrescar el lugar.  A la tarde,  el sol se descarga furioso contra  esta esquina.  He entrado en esas horas de la siesta que sólo en una ciudad impiadosa como  Buenos Aires no se respeta, y he encontrado, como quien descubre un secreto, a Ling, silenciosa y recogida, con la vista  perdida más allá de las galletitas y el agua mineral.  ¿Qué estará pensando?, he  pensado con ganas de preguntárselo, imaginándome que extrañará a su familia, su idioma  y su ciudad. 

En  otras tardes  perdidas de domingos ella y Wang me han contado muy trabajosamente partes de sus historias. Me las han contado frase  por frase  y palabra por palabra,  tan mal pronunciadas que no  me permitían ni adivinarlas, y se volvían cómicas en los silencios que hacíamos para descansar del mutuo esfuerzo traductor.  Sin  embargo,  no se me escapaba la  dolorosa ruptura que impregnaba su relato  ni las enormes tareas asumidas para  dejar su tierra e  instalarse aquí. Y después ganarse el  reconocimiento que los autoriza a ser guardas de llaves de los  vecinos, entregadores  de avisos,   vigiladores de las compras de los niños y colaboradores de ollas populares en 2002, cuando el desastre no dejaba ni comer.

Yo  tengo presente el autoservicio de la esquina como el lugar al cual recurrir para comprar algo de ultimísima hora tanto como al enigma que oculta no por intención, sino por portación de lejanía.  Una vez Wang y Ling me  señalaron el pequeño altar  al que ofrendaban y oraban a sus antepasados, semi oculto detrás de shampúes y desodorantes. Y encendido en el suelo, el incienso con el que agradecían a la tierra  que los había recibido.
Y luego de abrir unos momentos esas ventanas por las que me dejaron verlos, todo volvió a trabajar en este pequeño universo chino: Ling, Wang, los hijos,  los ventiladores, las heladeras, y el monitor desconfiado que nos observa en los dos únicos pasillos posibles.







Chanchos volando


Eran trece, los conté. De lejos, me parecieron demasiado grandes para ser pájaros.  Y además, no se les notaba ningún movimiento  de alas.  Después, como eran redondos,  pensé en algún experimento con pequeños objetos dirigidos, como globos para estudiar la atmósfera, o algo así.  Pero igual  me parecía raro que vinieran en formación de aves, dibujando un triángulo. Y ya de más cerca descubrí que los globos  tenían patitas, y que las movían delicadamente en el aire para trasladarse, como si fueran nadando. Y enseguida les noté el hocico y la cola de chancho.

Eran chanchos volando, nomás.

Pasaron arriba mío, volando majestuosamente.   No iban alto, y vi con claridad sus panzas combadas y que algunos eran chanchos y otras eran chanchas. El vértice del triángulo era chancha.

Sobrevolaron el monte de acacias que está cerca del camino y después, poco a poco, se perdieron en el cielo del atardecer, dirigiéndose hacia  la puesta del sol.  Como si fueran pájaros. 


                                           

El Hombre de la Bolsa


Se ven muchos hombres de la bolsa por las calles, o de las bolsas que llevan los cirujas urbanos colgadas,  arrastradas, conservadas en los huecos que la ciudad les abre, apenas, para que se recojan de su intemperie  de  cemento y  letreros luminosos, pero hace tiempo   yo conocí al  verdadero Hombre de la Bolsa. Después de haberlo padecido de niña, con ese temor difuso que me generaba la amenaza de que ese hombre me cargara en su bolsa y me llevara no sé adónde, y luego, de más grande,  de haber descreído de él, un día  tuve que reconocerlo en toda su identidad. El Hombre de la Bolsa  existía. 

En realidad, primero conocí a la Bolsa.  Había salido a caminar por las afueras de mi pueblo cuando  encontré tirada una bolsa de arpillera sucia, arrastrada, abandonada a un costado del camino. Me despertaron curiosidad las formas que se insinuaban adentro de la bolsa y le pegué una patada cautelosa para adivinar el contenido.

Algo  rechinó, o se quejó, adentro. Algo  con vida, me pareció.

Del susto di un salto atrás, retrocedí y me escondí detrás de unos árboles. No más hice eso, apareció el Hombre. Había escuchado el quejido o chirrido, y  parecía enojado.  El Hombre miró a un lado y a otro del camino y yo me apreté contra el árbol para que no me descubriera. Me vino otra vez aquel  miedo infantil de que me hallara en falta por haberle pegado a su bolsa  y me cargara con él a un destino incierto,  y volví a imaginarme atada y apretada dentro de la bolsa sucia.  Era  alto y  oscuro, puro huesos, y  costaba imaginar que podía cargar esa bolsa grande y  pesada. No pude descubrirle el rostro, que estaba oculto detrás de un sombrero, de una barba negra y del cabello largo.

El Hombre dejó de escudriñar el camino, se acercó a la Bolsa y con un solo movimiento experto se la cargó a la espalda.  Y lo vi marcharse, con la Bolsa de formas  sugerentes colgada detrás.

Antes de perderse, creí  escuchar  de nuevo algún sonido emergente del interior de  la arpillera.






sábado

Desayuno


En la puerta del bar  el hombre  enarca las cejas negras y  frondosas, de mucho carácter, y mira el reloj corriendo el puño del saco:   son las 8 y 25 de la mañana y  tiene tiempo hasta las 9,  por lo cual decide sentarse  a desayunar. Exactamente son las 8 y 26, precisa, volviendo a correr la manga a su lugar con un movimiento del brazo como si se lo sacudiera estando mojado.
 
Todavía desde la puerta mira las mesas del bar para elegir en cuál sentarse.  El bar es chico,  de no más de siete u ocho  mesas y la barra es una exageración  del optimismo para el tamaño del local. Detrás de ella  el dueño despacha cafés con leche y medialunas,  y delante  el mozo despliega su habilidad matutina  deslizándose entre las mesas  como si hubiera mucho más espacio que el real.

El hombre de las cejas observa   que hay dos mesas vacías: una está cerca del paso hacia el baño y ya se sabe que  ése no es buen lugar: la gente va y viene todo el tiempo,  y si uno es de narices sensibles puede que sienta efluvios no  agradables. El hombre rechaza esa ubicación.  La otra mesa disponible está junto a las ventanas, mirando  a la calle,  y ése sí es buen lugar.  Pero es la mesa esquinera y en el espacio reducido  en que la han  situado apenas puede  retirarse la silla y sentarse.  El hombre de  las cejas, que es corpulento, calcula si podrá sentarse más o menos cómodo.  Vacila, mira  las mesas ocupadas para ver si algunos  desayunantes están por terminar, pero no…No hay ninguno a punto de irse. Alguien  deja un lugar libre en la barra, pero al hombre no le agrada sentarse a la barra. En fin,  se sienta a la mesa de  la esquina.

El  hombre de las cejas frondosas  se queda en  pie unos momentos más para quitarse el abrigo, ya frente a la mesa seleccionada. Lo hace despaciosamente y con  premeditación, para que se observe que siendo tan alto y corpulento debe  ubicarse en tan exiguo espacio. Corre la silla y, en efecto, choca contra la pared. Corre la silla de enfrente, y choca contra las patas de  la silla del vecino. Se oyen  unas disculpas, y finalmente el hombre se sienta en la primera silla,  la de la pared, levantando los pies para pasarlos entre las patas de la  mesa y de la silla. 

Ya ubicado,  el hombre sobra  abundantemente por  los cuatro lados del pequeño cuadrado de la mesa. Sobran codos, sobran hombros, sobran pies y piernas,   una de las cuales deja en el pasillo por imposibilidad de meterla bajo el espacio de la mesa.  El hombre mira ahora los objetos sobre ella: el servilletero, y  el recipiente con  sobres  de azúcar y edulcorante, y un salero extraño para la hora, y un palillero. Demasiados objetos para esta superficie.   Con un movimiento inapelable  para cada uno los retira  al borde opuesto a  sí mismo, para que quede frente a él  más espacio  para la vajilla del desayuno. Luego mira a la barra,  buscando  el contacto visual  con el mozo que en ese momento toma una bandeja cargada y gira hacia los clientes.  Lo obtiene enseguida,  y  en la espera de que llegue a tomarle el pedido  se vuelve hacia  las  ventanas y se pierde unos minutos mirando el movimiento de la calle como de río  que pasa, incansable.

 El hombre tiene voz altisonante, y aún con el mozo de espaldas se advierte su orden tajante. El mozo no abre la boca, sólo escucha y toma mentalmente el pedido.  Hecho lo cual  se marcha hacia  la barra, dejando al  hombre en la espera.
Mientras espera, el  hombre de las cejas releva centímetro por centímetro  la pequeña mesa. Ahora calcula que apenas  se podrá hacer lugar sobre ella para  todo lo que vendrá: la taza con su plato, el plato de las medialunas, la bandeja de tostadas, el platito de mermeladas.  Con fastidio indisimulado cruza una mano sobre la otra, y resopla.  Mira hacia la calle para distraerse;  luego mira hacia la barra donde trabaja, sin descanso,  la máquina de café;  mira al mozo que atiende otro pedido y calcula el tiempo de espera del suyo.  Mira con ganas de tirar de un manotazo al servilletero, los sobres de azúcar, el salero a destiempo y el palillero.  Vuelve a mirar la hora, con ese gesto de descubrir el reloj bajo la manga como si le levantara las faldas  a una mujer, y vuelve a resoplar.

De pronto  levanta un brazo y el gesto es tan imprevisto,  o tan imperativo,  que al instante el mozo está a su lado.  Y luego,   con sus movimientos expertos en espacios reducidos,  el mozo  se dirige  a una mesa que acaba de levantarse. En ésa, quedó el diario.  Lo recoge, lo  ordena y alinea con unos golpecitos sobre la mesa,  y  vuelto a doblar, lo entrega  casi como ofrenda al hombre de las cejas imperiales.

El hombre agradece.  A continuación mete  la mano en un bolsillo interior del saco y  en esas honduras,   pesca los anteojos. Se los coloca  mirando por sobre ellos y despliega el diario con un movimiento parecido al de recolocar  las mangas en su lugar: el papel suena, obediente, y las hojas se abren  por donde el hombre les dice, sin resistencia.  Cada vez que pasa una hoja  la pobrecita parece expresar  una queja, que se oye  en el sonido del ángulo agitado con fuerza por las manotas del hombre que la aprisiona.

De tanto en tanto el hombre levanta  la vista y vigila el movimiento. Ahora vigila  el servicio que estoy recibiendo yo,  con sus cejas  amenazadoras asomando por sobre el borde del diario.  Y  lo hace sin disimulo alguno, hasta ha bajado el diario y mira desde su mesa a  la  mía,  escuchando  el intercambio que tengo con el mozo acerca del viento de anoche y  la mañana despejada.  Está recordando: ¿yo ya estaba sentada aquí cuando él llego? El mozo,  ¿me está atendiendo  a mí antes que a él?. No, decide finalmente,  yo  ya estaba antes y no hay  falta alguna.  Bueno. Vuelve al diario.

Ahora  una bandeja humeante  se prepara en la barra  y  las cejas se le tensan, como se tensan las orejas de los perros ante un sonido provocador. El hombre vuelve a bajar el diario, escucha la orden   declarada al dueño  y todo él se pone atento, con las cejas paradas.  El mozo recoge la bandeja, y con una verónica  que  le envidiaría un torero gira con la bandeja en alto en perfecto equilibrio.  El mozo reconoce al instante la expectación del hombre junto a la ventana, pero opaca la mirada y se presenta ante  su  mesa con una  expresión  en  blanco.  

Con la bandeja  sobre la mano izquierda, como si hubiera crecido ahí,  va  tomando con la derecha cada elemento del desayuno y los deposita en la mesa como a tesoros.  Baja la taza y   baja las tostadas y medialunas de su altura.   El hombre de las cejas mira todo en su mesa: en efecto, no queda superficie libre,  y  él aún tiene el diario en sus manos y por lo que se ve,  leía algo interesante  porque no  lo cierra ni lo deja en la mesa de al lado. Sin soltarlo toma un sobre de azúcar, rasga una punta,  y  lo derrama sobre la taza fragante.   Como ahora no queda lugar  para abrir el diario sobre la mesa, lo dobla y lo sostiene  bajo el brazo. Pero como  ha comenzado a desayunar,  y es más fácil hacerlo utilizando los  dos brazos y las dos manos, se halla en una disyuntiva:   si retiene el diario se le inhabilita el brazo izquierdo, y consecuentemente esa mano, pero si los habilita debe soltar el diario.  
Se lo observa en dificultosa elección.  Al fin, decide un promedio: resguarda el  diario sobre la falda, para que nadie lo crea libre y lo solicite,  toma un sorbo de café con leche, muerde una medialuna, levanta el diario, lo agita vigorosamente,  lee, mastica, toma otro sorbo, lee, resguarda  nuevamente el diario sobre la falda, unta de manteca una tostada, muerde, levanta el diario, da vuelta la página, mastica.

Al final de la taza, enarca las cejas tal como a su llegada al bar. Las cejas negras son un interrogante existencial.  Mira la hora. Hay un estremecimiento, un pavor en las hojas temblorosas,  cuando el  hombre finalmente   dobla  el diario  de manera definitiva: nada más es útil en esa cosa después que él lo ha leído.  Lo arroja a  la mesa próxima, que ahora está vacía, y prolongando el mismo movimiento  llama al mozo para que le  cobre.  Algún resto humea todavía en su taza,  un leve  vapor que se esfuma como   fantasma contra la ventana cada vez más clara  por el avance de  la mañana.  Lo demás, es una devastación: una punta mínima recuerda la existencia de una medialuna, un cuchillo manchado, que hubo allí   mermelada de durazno.  Nada más queda.

El mozo se le acerca, el hombre paga, saluda. Se pone de pie  entrechocando con los espacios  disponibles,  se  pone  el abrigo,   guarda el vuelto, y deja sobre la mesa una moneda.  Se dirige hacia la salida  y  cuando pasa a mi  lado   mira el libro que mantengo abierto a modo de parapeto detrás del cual  lo he estado observando.
Y me parece que hace una  levísima sonrisa de reconocimiento al título. 







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