jueves

Actuar o no actuar, ésa es la cuestión (monólogo del hombre indeciso)


Actuar o no actuar, ésa es  la cuestión. ¿Qué es más elevado  para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, tratar de acabar con ellas?

Morir…, dormir; no más. ¡Y pensar que con el sueño inducido por  pastillas creemos dar fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡Morir…dormir, tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! Pues es forzoso que nos detenga considerar  qué  pesadillas nos pueden sobrevenir en este afán nuestro, cuando nos encontremos enmarañados  en el torbellino de la vida.

¿Es ésta la reflexión que da tan larga vida al infortunio? Pues, ¿quién soportaría los ultrajes y desdenes del explotador, los agravios del opresor que bombardea poblaciones civiles, las afrentas del soberbio financista, los  tormentos del amor desairado, los fallos de la injusta justicia, las insolencias del poder  y los desdenes  que la paciencia de los pobres recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría recuperar su dignidad con la simple acción?

¿Quién querría llevar tales cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor a algo más allá si abandonara  esas cargas, el horrible miedo al castigo del poderoso, el quebranto de la calma anónima, la pérdida de la   reposada indiferencia,  la temida región del desafío de cuyos confines se regresa victorioso o derrotado, alternativa que desconcierta nuestra voluntad y nos hace soportables los males que nos afligen antes de lanzarnos contra aquellos otros que vislumbramos? Así la conciencia nos vuelve cobardes a todos y así el primitivo matiz de la resolución desmaya con el pálido tinte del pensamiento, y las empresas de gran aliento o importancia, por esa consideración, tuercen su curso y pierden el nombre de acción.

Hombre líquido
David dos Santos Feal

domingo

El fin del año




Ya estamos sobre el fin del año 2012, y el fin del mundo no se ha producido ni parece que fuera a suceder en los días restantes, aunque es probable que los que lo anunciaban, basados en distorsiones sobre las creencias mayas,   hayan ganado mucho dinero con libros y películas. Más allá de eso,  de que el fin del mundo no se ha producido, que no es poco considerando los desastres ambientales, las guerras, las violencias sobre los pueblos y el desaforado consumo de los que pueden consumir,  otro fin de año se  nos acerca. 


Se nos acerca, sí. Ya lo tenemos encima. Empezó a acercarse el 1º de enero del año  y lo hizo sin pausa, día tras día  y mes tras mes. Y nosotros pasábamos las hojas de las agendas, programábamos actividades a días vista,  establecimos días de encuentros, de viajes, de trabajos,  de proyectos, y  nos parecía tener el control del tiempo, pero no…Estamos en el fin del año y  exclamamos sorprendidos:

- ¡Ohhh! ¡Se fue otro año!

Como si no  hubiéramos advertido que  lo gastamos día a día, lo consumimos, y el año también nos consumió a nosotros. Con su potencia calendaria, nos dice ahora que estamos un año más vividos. ¡Chin chin!

En  los trabajos suceden los síndromes de fin de año: de pronto, lo que no se hizo o no se pudo hacer en varios meses debe quedar cerrado, terminado, entregado. Parece de verdad que desde el 1º de enero del próximo año sucederá un nuevo ciclo del cosmos, a la manera maya, y no podremos llevar nada de este ciclo,  que quedará en otra dimensión. Los jefes desempolvan viejas tareas que fueron suspendidas y preguntan si  están terminadas, y recuerdan que lo que no se hace o no entra hasta el 31 de diciembre se perderá en el ciclo que culmina.  La gente anda cargada de actividades de un lado para otro, deseando que el año termine finalmente  para dejarlo atrás como a una prenda usada. De pronto el año pesa,  los días vividos parecen estibados sobre la espalda de cada uno,  y se siente una urgencia de desembarazarse de esa carga y  una ilusión de comenzar el año nuevo livianos, flotantes,  sin ataduras.  Ilusión calendaria.

Y además hay que organizar fiestas. Hay que organizarlas en los trabajos y en las familias, y compartirlas con los queridos y con los que no. Hay que compartir el fin del año como si se tratara de una pequeña catástrofe de fin de los tiempos, para conjurarlo, y hay que  soltar burbujas, fuegos artificiales,  abrazos, regalos, saludos  con gentes diversas,   para recibir al nuevo, una fecha cero que dará paso al inicio  de otro año.

Otro año, que transcurrirá día tras día, sin pausa, hasta que digamos cuando el que aún no ha llegado esté por finalizar:

-¡Ohhh! ¡Se fue otro año!


Calendario maya


























lunes

Acecho de temporada


El faro Querandí  me advierte, a mi derecha,  que estoy por llegar. En un saludo le prometo que alguna vez, no ésta,  voy a visitarlo.   Es día de semana, y estamos fuera de temporada. Yo vengo ahora justamente por eso, porque me gusta ver los lugares ausentes de multitudes, y las gentes antes, previas,  como  actores que recién se estuvieran preparando detrás de escena para representar sus papeles, en una promesa de dejar ver  algún secreto que no contarán después, cuando estén en el escenario.  

Llego a Villa Gesell como quien llega a una casa  en momentos en que toda la familia está ocupadísima. Muchos geselinos  se han ocupado en grafitear  los paredones  en protesta contra el aumento del  transporte, una abstracción para los turistas de enero y febrero, que ya no los verán. Y en el hotel me reciben con cierta preocupación porque ellos  están en obra, me aclaran. Y la encargada, adelantándose a cualquier reclamo,  añade que tiene a sus dos niños con ella, lo que significa que adonde ella se encuentre,  se encuentran sus hijos. Los niños, de unos dos y unos seis años, me observan con moderada curiosidad.  No importa, decido, me quedo.  Son sólo un par de días.

Por las avenidas, los locales con los vidrios pintados de blanco y  vacíos, empiezan a despertar de su hibernación.  En  los bares y restoranes cerrados  se ven  sillas apiladas sobre las mesas, y   gente tomando medidas, lustrando maderas,  cambiando  pisos.  Todavía no se limpian los vidrios, pero  falta muy poco.  Hay una fiebre refaccionaria: se ven techistas sobre las casas,  albañiles  en los edificios, grúas moviendo arena y playeros recomponiendo tablones en  la rambla de madera. Al  lado del hotel donde me alojo, una pinturería recibe una carga de baldes de pintura. Pinturas de paredes de todos los colores,  docenas y docenas de litros.

La ciudad  parece una gran escenografía preparándose para su mejor obra: la temporada.  Los comerciantes invierten en stock, los hoteleros en  refacciones y mobiliario, el municipio en obras, todos en espera de recuperarlo con creces.  Los trabajadores de verano, mozos y camareras, vendedores de comercio, promotoras, mucamas, jardineros, calculan la fecha de inicio del trabajo. Hay una respiración agitada, una tensión de espera, encogida como un  felino  justo antes de saltar.

Después de la caída del sol  se puede observar a   los acechantes nocturnos: detrás de un bar con las sillas apiladas y una luz  agónica sobre la barra, una pareja saca cuentas y  evalúa. Un hombre,  sentado  quieto y  en silencio en el hall a oscuras de un hotel todavía cerrado, me sorprende,  y me mira mirarlo. ¿Meditaba, recordaba, calculaba? Los  locales de juegos electrónicos, abiertos pero  vacíos,  ya relampaguean con sus luces rojas y azules,  y advierten desde ahora mismo que no permanecerán ni un solo segundo en reposo, que la estridencia es su naturaleza y la ocupación sin descanso, uno al lado del  otro, uno después de  otro, en los simuladores de autos de carreras,  en los juegos de superhéroes,  y en los crueles asesinos que se persiguen con  impiedad  por las rectas calles  virtuales. 

Al día siguiente me recibe el mar esplendoroso de la mañana. Es un día perfecto de la primavera avanzada.  La playa está deliciosamente solitaria.  Allá, lejos, corre un hombre  al borde mismo del agua, y  para el otro lado, una mujer pasea con su perro.  La playa es mía y el mar se  abandona, se me entrega tal como está,  manso y   azul.

Vuelvo al hotel a escribir esto, y como el wi fi no llega a mi habitación me instalo en el desayunador. Pero por  esta zona va y viene, atareada, la encargada, y adonde está ella están sus niños. Los niños  juegan entre ellos, corren entre  las sillas, gritan. La encargada quiere calmarlos, retirarlos de mi cercanía, pero  ellos se empecinan. Se empecinan cada vez con más bríos: saltan de silla en silla, se empujan, se pelean,  tropiezan, se caen, lloran.   La encargada se disculpa y me invita a instalarme en el hall del  primer piso, adonde igualmente llega bien la señal.  Allá voy.

Pero por el hall pasan los albañiles que trabajan en diversas habitaciones. Suben por las escaleras con cajas de cerámicas, bajan con alfombras desechadas, suben con herramientas, bajan con  dudas que resolver con el encargado.  Suben y bajan, bajan y vuelven a subir, y se los oye cortar, lijar, martillar,  medir, arrastrar. 

Al fin, mis circunstancias me causan gracia más que  irritación.  Dejo todo  y  por el tiempo que me falta, me refugio en la playa.  En  el más perfecto backstage,  adonde envuelve y desenvuelve sus olas  el perseverante mar,   el actor principal de los montajes de cada año.




 


jueves

Cielo e Infierno, de "Base de mis Datos"


El primer cielo de todos es el cielo de la pampa. Altísimo, enorme, de horizonte a horizonte. Con sus tonos de luz, sus tormentas, sus interminables crepúsculos y sus pájaros. Bajo esa bóveda protectora estaban mi casa, los sembrados, los animales, yo misma. Existía también el cielo de la rayuela, que teníamos que alcanzar a los saltos. Se llama cielo - pensaba yo - porque lo dibujamos redondo como el cielo de la pampa.
Pero había otro cielo, el cielo deseado. Sin ubicación exacta y superpoblado de gentes extrañas que se habían ganado el derecho a habitarlo haciendo cosas rarísimas. Había anacoretas que llegaron a él con mugre, hambre y aislamiento. Había mártires que cantaron en la boca de los leones. Había vírgenes, lo más extraño de todo. También predicadores que habían viajado a tierras donde ya tenían dioses y otros que se castigaban a sí mismos clavándose agujas o abriéndose llagas. Al llegar al Cielo serían recompensados integrándolos a los coros divinos y permitiéndoseles que cantaran alabanzas al Señor ¡por toda la eternidad!. Cuando me entero de cuál es el premio por tanta devoción y tantos heroicos desvelos me siento profundamente decepcionada: yo ya sé lo que es cantar en el coro de la escuela.

En el cielo de
la Iglesia hay pinturas. Es un cielo abovedado como el cielo de la pampa. Me pierdo mirándolo. La pintura que más me interesa es la de la Sagrada Familia huyendo a Egipto. Los acompaño en la preocupación y trato de penetrar su inquietud pero se los ve serenos considerando su condición de fugitivos. Los tres miran a cámara y el burro tiene una cabeza desproporcionadamente grande. El Niño Dios, tan chiquito, ya bendice. Una gran mancha de humedad, amenazadora, se alza sobre el horizonte. Un tiempo después, la Humedad alcanzará a la Sagrada Familia, los tomará  prisioneros y comenzará a descascararlos lenta, cruelmente. Después seguirá con la Anunciación y las magníficas alas no le servirán al Arcángel Gabriel para escapar del cielo carcelero. Y hasta se atreverá con el mismo Cristo resucitado, más allá, sobre el altar, y resultará victoriosa sobre él. Finalmente, una decisión terrenal ordenará demoler la bóveda celeste, picarla centímetro por centímetro, y construir un nuevo cielo de color crema, pálido y liso. Desde entonces, desespero de aburrimiento en los sermones. No entiendo el cielo prometido. No sé cuál santo se levanta la túnica impúdicamente y me muestra una herida en su pierna. Me desoriento. Cuando yo me corto me curan con alcohol y me cubren con gasa o con curitas. ¿Habrá que ganarse el Cielo con las rodillas lastimadas?. 
 Mientras tanto, evalúo la extensión de mi aburrimiento y el tono de voz del padre para calcular si está por dar fin al sermón. El Cielo me parece inalcanzable: para ganárselo hay que herirse, o no sentir miedo ante las fieras o irse a tierras de extranjeros. Además, el Cielo no es nunca el cielo gozoso de los Evangelios. Todo lo ve Dios Padre, el de las terribles iras. Frente a él, su Divino Hijo inclina la cabeza y la Virgen María no dice ni mu. Él descarga epidemias, ordena al fiel Abraham ¡matar a su propio hijo!, abre los mares y castiga a su pueblo con exilios y guerras. Es demasiado poderoso y demasiado cruel. No me gusta.
Pero así y todo se me convence de que hay protección del Cielo sobre la Tierra: para cada alma hay un ángel de la guarda. Se dice que si uno gira rápidamente la cabeza y tuerce los mirada, verá al suyo. A mí, mi ángel de la guarda me atemoriza. No quiero que haya alguien a quien yo no puedo ver  detrás mío todo el día. Lo sé bien cuando es de noche y debo cruzar el patio a oscuras adelantando el cuerpo para ir más rápido y que mi ángel no me toque la espalda.

Más le temo al iracundo Dios Padre que al mismo Infierno. Porque al Infierno no debo imaginarlo, al Infierno puedo verlo, está al lado mío y es real y concreto.  El Infierno sería elinfierno del chico de Matías, de quien se murmuraba que recibía terribles palizas de su padre (yo buscaba en sus ojos la verdad de aquellos rumores). El Infierno era salir de la escuela y correr temiendo que mis padres ya se hubieran ido, sin esperarme. El Infierno eran los piojos de los Rosales (“es un infierno” protestaba mi madre) siempre imbatibles y resucitados aunque nos echara DDT y nos hiciera dormir peinados con querosén.
Después, el Infierno fue el de los inundados, evacuados a los vagones del ferrocarril, y el de los chicos de Villa Sandalio, descalzos sobre la tierra reseca y polvorienta de enero. Y luego serían las cárceles y lo que sucedía dentro de ellas, Vietnam, la pobreza de los marginados, la explotación de los que trabajaban, Biafra, el Pentágono. Un poco después, el Infierno abriría sus puertas  de par en par cuando fueron abiertas las del camión frigorífico  con su carga de asesinados por la Triple A, colgados de los ganchos como reses. Y luego el Infierno ardería por toda la Tierra y no tendrían escapatoria los perseguidos por causa de la justicia, quienes morirían en las mesas de torturas o fusilados en noches tenebrosas. El Infierno sería también el de quienes lo habíamos entrevisto y sabíamos que ese infierno existía. Porque habíamos hecho algo para merecerlo: habíamos imaginado otro Cielo. 

Un Cielo real y concreto, el revés del Infierno verdadero. Un Cielo de leche y pan, de largas mesas tendidas, de alegría, de pies calzados. En ese Cielo no habría niño abandonado ni viejo desvalido. El trabajo no sería nunca más una condena y nadie moriría de una muerte que no fuera la suya, ni antes de tiempo ni inútilmente. Ese Cielo aún no estaba pintado, aún no estaba construido, pero el primer paso para que existiera era desearlo. Sería un Cielo enorme, de horizonte a horizonte, bajo el cual todos cabríamos para gozar de sus tonos de luz, sus estrellas y sus pájaros.

Después, yo volvería a comprobar que el Infierno, como siempre, ocupa su lugar aquí en la Tierra. Y el Cielo sigue inalcanzable.