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miércoles

Anochecer de enero en Costanera Sur

Atardecía el domingo y el calor seguía siendo tórrido. Me fui a Costanera Sur, a respirar más cerca del río y donde hubiera verde y espacio abierto. ¿Sabían ustedes que allí se arman flor de bailes los domingos? Yo no lo sabía porque hacía mucho que no andaba al atardecer por allá.  Caminé entre otra gente que paseaba y entre las mesas de los barcitos que también seguían  abiertos. Los puestos de comidas  no se habían levantado y sus luces eslabonaban la perspectiva a lo largo.  A un costado, la Reserva Ecológica se iba oscureciendo y allá y más lejos se perfilaban algunas aves acuáticas,  blancas, ya quietas en sus nidos o sobre el agua en la Laguna de los Coipos, la más cercana a la calle. El contraste entre el movimiento y el ruido en la calle y la calma que trataba de buscar la Laguna era muy grande, más bien contradicción.

Seguí caminando y una cuadra más adelante  vi a un grupo de personas que se movían y se agitaban cerrando la vereda, y cuando estuve más cerca escuché una chacarera. Se bailaba chacarera en la Costanera Sur. Alguien atendía el equipo de música y al parlante;  las parejas eran desiguales en edades, en altura, una mayoría mixtas y la otra parte de mujeres, pero todas bailaban sonrientes y alegres de adueñarse del lugar chacarereando.

Dejé atrás a los folklóricos, seguí mi camino  y un par de cuadras después vi a otro grupo de personas que también se movían cerrando la vereda.  ¿Otro grupo de bailarines? Me acerqué y los descubrí con sorpresa: estos bailaban salsa, y no eran pocos, serían unas treinta parejas. La música irresistible sonaba en ambiente en el  anochecer caluroso, y las parejas bailaban muy bien. ¿Todas bailan bien?, me pregunté, observándolas con un poco de envidia: sí, todas lo hacían bien, no había ninguna aprendiendo ni ninguna torpe. Bailaban sudorosos, concentrados, sensuales, algunas parejas mirando a los pies, otras, tal vez las enamoradas, mirándose a los ojos. Así que salsa en Costanera Sur.

Seguí caminando ahora con confianza de que más adelante  habría más gente bailando, y no me defraudé: allá, una cuadra después, las luces de un barcito iluminaban a otro grupo. Ya más cerca me desconcerté: ¿sería un ensayo para alguna presentación? Estos sí que parecían ensayar, parecía que estaban aprendiendo una coreografía. Todos bailaban sueltos,  orientados hacia la calle,  y dibujaban coreografías elaboradas. Yo me hubiera perdido, creo, no podría memorizar más de tres o cuatro movimientos. Pero ellos fluían de uno en otro, a izquierda, a derecha, pasos adelante, pasos atrás, arriba los brazos, ahora a un costado, después al otro,  con una música mezcla brasilera de cumbia y reggaetón que no dejaba de hablar y que no les daba un momento de respiro. Uh. Sudaba yo de verlos a ellos.

Para entonces ya era de noche, y era noche de luna llena. Esperé que apareciera detrás de la arboleda de la Reserva. Mientras, me incliné sobre el agua silenciosa de la Laguna de los Coipos, con sus juncales, sus camalotes y sus aves dormidas, y descubrí innumerables bichitos de luz. ¡Qué bonitos! Hacía mucho que no los veía. Prendían y apagaban la noche que se deslizaba sobre la Laguna. Y un poco después la luna llena, redonda y roja de sangre lunar, se levantó sobre  la Costanera.