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lunes

Laferrere: una crónica después de la inundación

Domingo a la mañana. Vamos en tres autos desde Capital a Laferrere, en el partido de La Matanza, al merendero "Darío Santillán". Allí se gastará el día en dar los socorros posibles a los vecinos que sufrieron la inundación. La inundación del 1º de abril es sólo un pico en su estado de siempre: siempre están inundados,   de barro, de frío, de calor, de alimañas, o siempre están carecientes, de abrigo, de salud, de ambiente, de trabajo, de casas, de horizontes.

Para  los porteños del centro es necesario llegar con guía a estos barrios. El Jesús de Laferrere, el de Capusoto,  no se  hace ver para guiarnos ni ha dejado ninguna  señal,   y así  llegamos a una esquina que se vuelve intransitable. Al rodear la manzana encontramos un  punto de partida  de los caballos cartoneros: una media docena de ellos descansan al sol antes de salir a trabajar. Es una cuadra donde la tierra ha quedado pelada y los animales, flacos, de pobre pelaje, raspan la tierra en busca de algún recuerdo de pasto. En el hueco de  una rueda  a modo de comedero, el dueño de un alazán le ha dejado pasto cortado de otro lado. Por aquí tampoco es posible pasar, y retomamos el camino anterior.  Parece que una guerra pasó por las calles: no las hay rectas, todas tienen pozos o  barro, y montículos de piedras,  o de tierra que quedó removida,  las corta en cualquier punto. El asfalto es un anhelo que vaya a saber si aún se recuerda. Más atrás, nos indica el guía, está el  río  que creció y tiró su zarpazo sobre el barrio.

Cuando llegamos al  merendero la actividad de este domingo ya está  iniciada. Un compañero  nos señala  la marca de la inundación  en las paredes,  más o menos a un metro del suelo. En dos habitaciones hay agua todavía,  y uno de los trabajos de la jornada será hacer los contrapisos. Hay una cola ya instalada de mujeres que llegan a pedir ayuda, y la organización dispone los  turnos. Adentro del merendero, vecinas del "Darío Santillán"   separan de entre las pilas de   donaciones ropa para niños, mujeres u hombres, y también calzado. El calzado se busca como un tesoro. Son zapatos o zapatillas que valen oro, aún después de haber sido usados y desechados. Los separamos   por número, y atendemos  los pedidos que llegan uno detrás de otro. Se acaban demasiado rápido los números más usuales.

Se clasifican y cuentan  los  colchones que han llegado, y se preparan bolsas de alimentos. Se entrega lavandina y agua en botellas. Se monta un consultorio de salud colgando  cortinas y mantas de unas sogas. Adentro, una doctora atiende a quien lo solicite. Hay zarpullidos, panzas hinchadas, dolores de articulaciones, palpitaciones...

Una vecina me cuenta cómo llegó el agua a su casa. Vive sola, dice, y esa noche le avisaron: "el agua está acá nomás": ¡Qué miedo tuvo! Se quedó sentada toda la noche en el patio de su casa, sin pegar el ojo, con una vela a mano, esperando, y sin tener adónde ir. Así me cuenta, mientras alcanza los talles de ropa que van pidiendo. Alguien encuentra entre las donaciones  unos diez paquetes de velas. Son un hallazgo que se guarda para "los del fondo". Los del fondo, comentan, están peor: aún tienen agua en las casas y siguen sin luz. La pobreza puede descender otros escalón  allá en el fondo.

Se ha montado también una radio abierta. Da micrófono  para que hable quien quiera y cuente lo suyo, y repasa: "tenemos derecho a que el barrio no se inunde, a que las calles sean transitables, a que el agua sea potable, a vivir sin basura...". Después pone música.

Al caer la tarde la cola no ha decrecido ni un momento. Los más chiquitos aguantan la espera jugando a tirar piedritas a los charcos, a correr, o a  correr a algún perro.  Los contrapisos se han elevado. Pasaron incontables remeras y pantalones  y queda muy poca lavandina. Las mujeres que han trabajado toda la jornada seleccionando ropa se acercan adonde está el calzado  y buscan  algo para ellas o para la familia. Hacen bromas sobre los zapatos de tacos altos y se ríen de sí mismas porque les gustaría "así" o "asá", como si desear ciertos zapatos fuera un imposible que causa gracia. Algunas encuentran un par que les vaya, otras no.

Más tarde, cuando ya es hora de volvernos, se advierte que la misma jornada podría repetirse mañana. Las necesidades serían las mismas, sólo que tal vez el agua haya dejado en paz a los del fondo. Y que alguno de los chicos de la cuadra que hoy caminaba con ojotas mañana camine con las zapatillas usadas que
número más, número menos, fue posible que le encontraran.