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jueves

Brujas en las calles de Boedo


Salía anoche de un supermercado chino sobre Independencia y José Mármol, y caminaba distraída y contraída por el frío,  cuando de improviso una bruja me detuvo en la vereda.
— Tenés mucha luz — me señaló, cortándome el paso y sin ninguna introducción—, veo la luz que te rodea.
Me ha interceptado segura, se ha colocado muy cerca de mí y me clava la mirada al hablar. No espera  pregunta o comentario y sigue.
— Tenés un aura muy luminosa, la veo desde que saliste de ahí — y señala con un  gesto de la cabeza la entrada del super chino —. Vos tenés mucha fuerza, tuviste que pasar muchas cosas difíciles, sobre todo hace catorce años, pero nunca bajaste los brazos y diste pelea  — remarca,  y yo, que la escucho con secreta delicia porque me complacen y me divierten estas interpelaciones, hago la cuenta: hace catorce años era 2002. Claro que las cosas estaban difíciles. Para todos.
—Tu familia  tenía muchos problemas laborales pero tu fuerza la ayudó a superar las cosas malas,  enfermedades, falta de trabajo, abandonos…Tenés unas capacidades que no usás del todo, si las usaras podrías mejorar mucho más tu vida y ayudar a los demás con tu bondad.
Me retiene hablándome con una voz melodiosa y serena pero su mirada fija está atenta  midiendo mis expresiones. Sigue prodigándome halagos extrasensoriales que ella desprende de lo que me ve,  ahí en la vereda, parada frente a mí, y parece que no me encuentra nada malo ni débil y que mi aura resplandece. Me entra curiosidad y detengo su torrente benéfico para preguntarle porqué me interpela así, sin conocerme y sin que yo la buscara.
  —Porque soy vidente — me explica.

Me lo dice con naturalidad, como si fuera que su condición justifica detener a desconocidos no videntes en la calle y hacerles notar lo que ellos no pueden observar. Y después de mi pregunta y de su respuesta el diálogo ha terminado, la videncia se agotó. Ella ve que estoy por seguir mi camino y se adelanta.
— ¿Me das algo para hacer unas compras? — me pide.
Entonces la observo con atención: tendrá unos cincuenta años, el pelo rubio recogido en una cola, un viejo abrigo tejido que le cae grande y deforme, un changuito, que no ha soltado mientras percibía mi aura,  lleno de pequeños cambalaches, y la mirada más atenta todavía, calculadora.  Le doy diez pesos.
— ¿No me darías veinte que tengo que comprar comida para mis hijos? — me reclama con su dulce voz.

Meneo la cabeza con cierta irritación: no me dijo primero a cuánto ascendía su tarifa adivinatoria. Así que  giro y sigo mi camino y creo que ella también gira y sigue el suyo, pero yo no me doy vuelta para ver cómo se esfuma en la noche fría de Boedo. 

sábado

Que las hay, las hay


Tengo  un compañero de trabajo que es un tipo buenísimo, solidario, inteligente. En la oficina donde trabajamos  somos todas mujeres menos él,  y no sé si es debido a esta condición de inferioridad numérica que  se destaca también por su ausencia de machismo, al menos entre nosotras.
Con estas cualidades me llamaba la atención que algunas veces,  hablando de su casa o de su familia, mencionara a su mujer como “la bruja”. “La bruja” esto o “la bruja” aquello…Esa forma  despreciativa o  agresiva   de llamar a la esposa desentonaba marcadamente en él.
Un día se lo comenté.
Mi compañero hizo un gesto de sorpresa, como si recién reparara en sus expresiones.  Después se sonrió,  y comenzaba a decir algo cuando  otra cosa  nos distrajo y no seguimos la conversación.

Unos días después se enfermó,  y como tenía en su casa unas carpetas que necesitábamos para el trabajo de aquella mañana, fui a  buscarlas.
Me abrió la puerta engripado, tosiendo y con fiebre. Me alcanzó las carpetas pero antes de irme me dijo que quería mostrarme algo. Desapareció en la cocina y volvió con una escoba en la mano. Lo miré sin entender,  con una interrogación.
- Es de mi mujer -  dijo sencillamente.
La escoba no era como las actuales sino con las pajas redondas,  como las  de antes. El palo  era oscuro y liso, y en la mitad estaba lustroso por el roce de las  manos.
- Es la que usa para volar -  me aclaró mi compañero -  desde hace añares.
Después, por señas para no forzar la garganta, me indicó que lo siguiera al patio.  Allí me mostró un caldero que colgaba de un trípode, y con voz ronca me ilustró sobre los usos que le daba la mujer. Un gato renegrido, de feroces ojos amarillos,   apareció de pronto,  no supe de dónde, y se quedó a escuchar la conversación. Como si  la entendiera, ni más ni menos.
Antes de irme  me señaló una capa larga y oscura  colgada detrás de la puerta.
- ¿Y cuántos años tiene? -  pregunté, de puro curiosa.   
- En el documento, la misma que yo -  me contestó él,  despidiéndome, antes de otro acceso de tos.