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sábado

Milanesas


El hombre es joven pero la vida en  la calle lo ha estropeado y es fácil darle más años de los que tendrá. Que todavía es joven se nota por su porte erguido, y que sufre estropicio por las arrugas prematuras en la piel oscurecida y  por los dientes faltantes.

Justamente de los dientes se trata. Hace varios días que no mete entre los dientes que le quedan algo sustancioso, algo sólido, algo de carne, algo salado que deba masticar y al que se le sienta el pedazo al pasar por la garganta. No ha recolectado más que desayunos permanentes, recogidos de caridades de las panaderías o de sobras de  bares: un par de sanguchitos de miga con casi nada en el medio, dos porciones frías de pizza, unas medialunas saladas un día, unas medialunas dulces al siguiente… Hoy ha despertado soñando con milanesas. Se despertó comiendo milanesas en su casa, en la casa donde vivía de chico y adonde las milanesas eran un lujo muy ocasional y muy medido. Pero en el sueño había, y muchas, en una fuente grande en medio de la mesa, y por más que él y sus hermanos comían todas las que querían la fuente estaba siempre llena. Sacaban y sacaban milanesas y seguía habiendo, con muchas pero muchas papas fritas.




El hombre se despertó en la entrada del banco donde duerme con esa consistencia de carne empanada en la boca y el estómago haciendo ruidos de vacío. Ese vacío acuciante lo puso de pie. Sintió también que no aguantaba otro día más de medialunas y que salivaba de ganas de comer milanesas.
La memoria que se las hizo soñar le dejó una en el cerebro. Con ella titilando caminó durante la mañana a la deriva hasta llegar frente a una rotisería china de autoservicio.  Es mediodía ahora y el espectáculo es soberbio: hay cuatro largas hileras de fuentes metálicas repletas de comidas. Algunas, las calientes, desprenden un suave vapor.  Las frías esperan quietas, metros y metros de ensaladas diversas, budines, postres. Las vaporosas son canelones de verdura, tartas de choclos o de jamón y queso, arroces, albóndigas de carne en su salsa, batatas dulces o saladas, hamburguesas variadas, berenjenas, carne al horno, pasteles de vegetales al horno, bombas de papa con queso.




Y milanesas. El hombre se detiene en la puerta, que está abierta, invitándolo a pasar. Hay milanesas, las descubrió en el primer vistazo o tal vez ellas mismas lo llamaron. Su cuerpo tiembla de excitación. Su conciencia en el estómago lo impulsa y da un paso. Pasa la puerta como si pasara una frontera, la pasa y entra.

Y se abalanza. Se abalanza sobre la fuente de milanesas. Ha empujado a alguien de ese lugar, un hombre que retrocede, sorprendido, unas chicas que se servían cerca se alejan, asustadas. Pero él no ve a nadie. Ve milanesas. Agarra una, la siente en la mano, la estruja para sacarle la verdad, y se la lleva a la boca. Le da un buen mordiscón y en la boca es real, no es un sueño, es carne, huevo, pan rallado. La mastica. Lo confirma. Otro mordiscón, ahora tiembla de plenitud, ¡come milanesas! Se acaba la primera en tres o cuatro bocados velocísimos. Agarra otra.

A su alrededor se arma un remolino extrañado. Los clientes con sus fuentecitas en la mano se han paralizado viéndolo comer ahí mismo. Desde el mostrador los dueños que envuelven las fuentes y cobran salen de un instante de sorpresa y le gritan algo en chino, ¡alto!,  se supone, y ahora salen de atrás del mostrador al mismo tiempo que aparecen empleados de la cocina, atraídos por los gritos.
El hombre nota que se acercan  y en un reflejo de lucidez se aferra con la mano izquierda al exhibidor de comidas: de ahí no lo saca nadie, va a seguir comiendo milanesas aunque deje la vida. Enseguida siente que lo tiran desde atrás pero él tiene una milanesa en la mano derecha y la aprieta bien fuerte aunque un chino a los gritos se la quiera sacar. De ninguna manera. Con la cabeza para atrás, tironeado por los pelos, empujado, insultado, no pueden abrirle la mano izquierda aferrada como garra y no es posible cerrarle la boca con la que sigue comiendo. Sí, señor. 

En los forcejeos algún codo o mano ha caído sobre los canelones vecinos y los ha desarmado y desparramado en una mezcla de verdura, ricota y salsa blanca que salpica a los luchadores. Se oye un coro de exclamaciones del público que parece asistir a una inesperada y exaltada obra de teatro. No logran retirar al hombre del exhibidor, alejarlo, porque los intentos de hacerlo son desordenados y superpuestos y no advierten que lo que tienen que hacer es sacar de allí la fuente de milanesas, y como no lo advierten el hombre vuelve a pescar con la mano derecha, inteligente y autónoma,  otra más,  y sigue devorándolas ante la furia china que quiere detenerlo torciéndole el brazo y no lo consigue.

En esas están todos cuando un patrullero se detiene frente al local. El hombre ha oído la sirena y advierte la amenaza de su reflejo azul pero ahora ya está satisfecho. Abre la mano izquierda, se suelta. Mastica el último bocado, se relame, se pasa la gozosa  lengua por los labios.

Isabel Garin



jueves

Elogio de los chinos de la esquina



En la esquina de mi casa hay un autoservicio chino. Es pequeño,  apenas un poco  más grande que un almacén  de barrio, y está atiborrado de mercadería.  Los dueños son Wang y Ling,  con sus hijos.

A Wang,  muy amigable y  simpático, los vecinos lo  rebautizaron Juan.  No bien llegó Wang se hizo hincha de Boca, y parece que  le gustó   porque   sigue al equipo y a  los clásicos como bostero nativo: se pone la  camiseta y enciende el televisor con pasión, y arrastra al hijo adolescente a las delicias del fútbol nacional. También  lo  he visto  enseñando en la vereda algunos rudimentos de artes marciales a los chicos de la cuadra. Los chicos lo seguían con atención reverencial, seguramente porque es chino. Wang habla muy mal el castellano. A pesar de que lleva años en  Buenos Aires  parece que  hubiera llegado ayer. 

Mucho mejor que él  lo habla Ling.  Ling  no sabe de recreos y es trabajadora más allá de la extenuación.  Nunca se la encuentra descansando, o  leyendo  los diarios chinos gordos como libros, o  mirando televisión.  Si no está atendiendo clientes  está controlando entregas de mercadería, discutiendo con los proveedores, o llenando las heladeras de botellas o los estantes de latas, tratando de hacer  un improbable nuevo espacio entre lo ya ubicado. Viéndolos a los dos se advierte que  Ling es la que conduce y baja a tierra a la familia, y Wang es quien, de cuando en cuando,  la hace volar.

En este  planeta chino imbuido  de horror al vacío los clientes solemos pasar  saltando  sobre las cajas aún sin  abrir,  y  sobre los bolsones de  rollos de papel  y los packs de gaseosas recién descargados, para llegar al estante de productos de limpieza o a las sopas en sobre. Entre todo lo que entorpece el  paso puede encontrarse a la hija, marcando precios en  los productos, o al hijo, absorto con la película que sigue en su i-pod  mientras atiende la caja. 

En verano, un  par de ventiladores trabaja obstinada e inútilmente para refrescar el lugar.  A la tarde,  el sol se descarga furioso contra  esta esquina.  He entrado en esas horas de la siesta que sólo en una ciudad impiadosa como  Buenos Aires no se respeta, y he encontrado, como quien descubre un secreto, a Ling, silenciosa y recogida, con la vista  perdida más allá de las galletitas y el agua mineral.  ¿Qué estará pensando?, he  pensado con ganas de preguntárselo, imaginándome que extrañará a su familia, su idioma  y su ciudad. 

En  otras tardes  perdidas de domingos ella y Wang me han contado muy trabajosamente partes de sus historias. Me las han contado frase  por frase  y palabra por palabra,  tan mal pronunciadas que no  me permitían ni adivinarlas, y se volvían cómicas en los silencios que hacíamos para descansar del mutuo esfuerzo traductor.  Sin  embargo,  no se me escapaba la  dolorosa ruptura que impregnaba su relato  ni las enormes tareas asumidas para  dejar su tierra e  instalarse aquí. Y después ganarse el  reconocimiento que los autoriza a ser guardas de llaves de los  vecinos, entregadores  de avisos,   vigiladores de las compras de los niños y colaboradores de ollas populares en 2002, cuando el desastre no dejaba ni comer.

Yo  tengo presente el autoservicio de la esquina como el lugar al cual recurrir para comprar algo de ultimísima hora tanto como al enigma que oculta no por intención, sino por portación de lejanía.  Una vez Wang y Ling me  señalaron el pequeño altar  al que ofrendaban y oraban a sus antepasados, semi oculto detrás de shampúes y desodorantes. Y encendido en el suelo, el incienso con el que agradecían a la tierra  que los había recibido.
Y luego de abrir unos momentos esas ventanas por las que me dejaron verlos, todo volvió a trabajar en este pequeño universo chino: Ling, Wang, los hijos,  los ventiladores, las heladeras, y el monitor desconfiado que nos observa en los dos únicos pasillos posibles.