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viernes

Cuentos de bibliotecarios e imagen social








En el boletín electrónico  de ABGRA Nº 4, último del año 2016, fue publicado el artículo que escribimos con María Claudia Antognoli sobre la presentación que hicimos en octubre pasado de los Cuentos de bibliotecarios en la Feria del Libro de Mar del Plata.
Cuentos y algo más: ¿cómo nos ven a los bibliotecarios? ¿qué imagen tenemos? ¿quiénes producen la imagen social de la profesión? Estas y otras preguntas y tentativas de respuestas en el artículo. Y los cuentos al final. 






miércoles

Presentación de los Cuentos de bibliotecarios

El viernes 14, a las 19 hs., se presentarán los Cuentos de bibliotecarios en la 12° Feria del Libro de Mar del Plata. 

En conversación con Maria Claudia Antognoli, bibliotecaria de Mar del Plata, revisaremos la imagen que la literatura y el cine ha construido sobre nosotros, bibliotecarios y bibliotecarias, y sobre las bibliotecas. 


Luego, se presentarán los Cuentos, que ofrecen una narrativa escrita desde las mismas bibliotecas y en contraimagen a aquella construcción.

(en fbk, el evento)


jueves

La SAI publica un Cuento de bibliotecarios

En su último nro, del mes de  julio, el  Boletín de SAI Sociedad Argentina de Información, publica mi cuento Oscuro objeto del deseo, uno de los Cuentos de bibliotecarios. 

¡Muchas gracias, SAI!


Oscuro objeto del deseo

                                                         un cuento de bibliotecarios
Por Isabel Garin

Tomado de su blog:
Sembrando el viento.
Isabel Garin es bibliotecaria en el Hospital de Clínicas General San Martín de Buenos Aires.

viernes

Invitación a navegar subiendo a un cuento

El miércoles 17, acompañando con demora  el festejo del Día del bibliotecario, fui invitada  a leer alguno de mis cuentos en el Instituto de Formación Técnica Superior N° 13, en Buenos Aires. El cuento elegido fue Lo que se ve por una ventanilla de Procesos Técnicos en  un día cualquiera, el cual despertó comparaciones y comentarios diversos, divertidos o reflexivos. Docentes del IFTS, donde se dicta la carrera de bibliotecología, y alumnos, me acompañaron. Antes, Rosa Monfasani había presentado su último libro "Competencias profesionales y entorno laboral" (Alfagrama, 2014).

Gracias a la rectora, Lic. Patricia Prada, por la invitación, y a todos los oyentes-participantes del instituto, en particular al Prof.  Antonio Román  por la cordial difusión del evento.

martes

OSCURO OBJETO DEL DESEO - Un cuento de bibliotecarios



Juan abre la puerta, enciende la luz, porque es temprano y todavía está oscuro, y el depósito se ilumina. El depósito es grande y está lleno desde el suelo hasta el techo de estantes llenos de revistas y libros.  Juan se queda un  momento mirándolo desde la  puerta como si fuera la primera vez que lo ve: desde ahí  los anaqueles parecen un ejercicio de dibujo, de perspectivas,  de líneas en fuga, y  a él le gusta mucho observarlo así. Inspira y siente el olor,  que  huele a papel encerrado, a aire quieto,  un olor que se instalaría persistente  si él  no se ocupara de abrir las ventanas y dejar que cambiara ese aire. Esta es una de  las tareas que le encomendaron no más llegar a la biblioteca: mantener el depósito limpio, ventilado y  ordenado. Juan, que  sabe que a él le cuesta más que a los demás entender lo que se le dice,  escuchó  con toda su atención las indicaciones que le daba   Gloria, la  jefa de la biblioteca, que lo ha tomado bajo su cuidado personal, lo ha recomendado a cada uno pidiéndole que lo ayuden y lo consideren especialmente,  y se esmera con el más que con nadie porque es hijo de una amiga. 

El depósito es un oscuro objeto del deseo. Así le dijo Gloria, que es irónica y cinéfila,  la  primera vez que lo llevó a conocerlo y ver qué y cómo se guarda, sin que Juan entendiera qué significaba “oscuro objeto del deseo” aunque por  la resonancia de la palabra “objeto” le pareció que podría ser algo de forma cúbica y materia dura y pesada.  Decidió esperar a entender sin preguntar nada más.  Mientras, Gloria le contó que el lugar fue un hallazgo de su antecesora, que lo localizó oscuro y cerrado desde hacía mucho en este edificio tan grande y con zonas olvidadas, perdidas en el abandono, sin uso alguno. La antecesora lo solicitó a las autoridades y lo obtuvo, lo limpió y lo acondicionó, y cuando ya estaba limpio y utilizable se despertaron sordas batallas por él, un deseo de posesión  que estaba atado y que entonces se desató con furia.  Hasta hubo toda una guerra que duró tres años. Es que  habían aparecido viejos títulos de propiedad esgrimidos por oficinas que argumentaban que el espacio estaba destinado a algún fin cuyo gestor se había jubilado hacía una década y de cuyas intenciones no había quedado ni  un plano ni una firma ni un papel de verdulería. Juan dedujo aquí que el deseo sería oscuro porque no tenían  cómo reclamarlo con claridad. La diplomacia de la institución jugó cartas  a favor y en contra, según las demandas que resucitaban después de tanto tiempo adormecidas. A la encarnizada Guerra de los Tres Años la ganó la biblioteca, reafirmando de esa manera sus títulos porque no hay biblioteca que se precie que no haya tenido que  batallar por un depósito y se lo  haya ganado a puro esfuerzo.

– ¿Entendés? –  se había querido asegurar Gloria.

Ella, Gloria,  lo había heredado como se heredan las joyas del reino, le dijo con una sonrisa cómplice, y  ha mantenido la victoria mucho tiempo, tanto que tendría que hacer memoria desde cuándo se guardan materiales ahí. Mientras, el depósito se fue llenando de la vida bibliográfica…

– ¿Hay una vida bibliográfica? –  se había asombrado Juan.  

 …que nace en los expedientes de compra y se reproduce entre los canjes y las donaciones, y que luego vive y se desarrolla en los estantes de acceso abierto de la biblioteca,  y más tarde se corre y deja su lugar a los materiales recién nacidos. Los libros y revistas ya madurados en la biblioteca perduran después en este depósito, le señaló,  por el sentido que les da ser partes de colecciones. ¿Entendía?

Y que el depósito sigue siendo un objeto de deseo, ilustró Gloria, lo demuestra que no pasa año en que no haya que parar algún avance,  peligrosas indirectas, susurros a medias solicitud, a medias exigencia, para que la biblioteca lo mude a algún lugar inespecífico y ceda el espacio, que está en la planta baja y es de muchos metros cuadrados y con ventanas a un patio interno que le dan buena luz y aireación.

– ¡Jamás! – le enseña Gloria, con el índice en alto.

Jamás. Como el oscuro deseo siempre existe, la biblioteca está siempre en guardia. Y más ahora, que cambió la gestión y no se sabe bien con qué se puede venir…No se sabe porque la reciente gestión  no ha convocado a Gloria ni para conocerla y ella ya ha pedido tres veces una entrevista a las nuevas autoridades, sin resultado hasta ahora. Además se rumorea que existen planes de reformas edilicias, de cesiones de espacios,  de  extrañas concesiones y de cambios en la institución que tienen en alerta a todo el mundo. Ojos bien abiertos, le dice Gloria a todos los de la biblioteca y también a Juan. A Juan se lo dice con una expresión amable, que no le exige como al resto.

Así instruido, Juan ha tomado muy seriamente su trabajo porque es el cuidador de  mucha vida guardada. Le gusta llegar cada mañana y encontrar el depósito  como está, cerrado,  porque le agrada hacer algo por él, como abrir las ventanas y dejar que el aire lo limpie.  Mientras se ventila él guarda concentradamente, con un esfuerzo que le arruga el entrecejo, los materiales que pidieron en la sala el día anterior de la forma que Gloria le enseñó y que él  pudo aprender gracias a su propia  perseverancia.

Hoy, Juan acaba de abrir el depósito y apenas ha terminado de admirar otra vez las líneas en fuga, cuando dos hombres llegan detrás de él.  Es temprano,  a Juan le parece extraño que un lector aparezca por  sí mismo a buscar materiales en el depósito,  y queda expectante. Uno de los hombres, que es alto y emana una autoridad que lo inhibe,  extiende una mano para saludarlo y se presenta, pero Juan no entiende quién es porque se ha descolocado por esta situación fuera de lo habitual. El hombre que emana autoridad escruta su rostro y su aspecto con  curiosidad bien contenida y luego, elegante, se encoge de hombros y se desentiende de él; a continuación introduce al  hombre que lo acompaña, el que deja una  carpeta sobre un estante, saca un metro de su portafolios y empieza a medir de acá para allá y de allá para acá, y de arriba abajo, y a tomar notas en su tableta. Juan duda entre avisar  a la biblioteca, que está un piso más arriba, de esta visita fuera de lo habitual, o quedarse. Decide quedarse,  porque no puede abandonar la vida bibliográfica del depósito a merced de estos extraños. Abre las ventanas, observa lo que hay para guardar, hace como que ordena,  pero vigila muy atento.

Mientras espera que el hombre del metro termine su trabajo, el hombre de autoridad se pasea ida y vuelta con las manos en el bolsillo, curioseando los lomos de los libros,  y en uno de los pasillos, allá en la otra punta, ve a Juan que parece guardar revistas. No le dice nada ni le hace ningún gesto de reconocimiento, parece que no lo viera o que Juan no existiera. Luego,  conversa con el hombre que mide.  Juan no puede entender la animada conversación que están manteniendo los dos pero siente disgusto oyéndolos y una sospecha muy grande. Gloria no le ha avisado que irían unos hombres a tomar medidas. ¿O sí le avisó? No puede recordarlo y se inquieta. ¿Él tenía que hacer algo y no entendió qué?  Se inquieta más todavía, porque siempre le cuesta entender. ¿Y para qué miden? ¿Quién es el hombre que ni lo mira? Juan se incomoda ahora: no se atrevió a repreguntarle quién era para entrar así al depósito. Se propone entonces averiguarlo por su cuenta. Juan siempre averigua muchas cosas por su cuenta.
Después de unos minutos el que mide dice que ya está,  y él y el otro  se aprontan para retirarse mientras hacen los últimos comentarios. Desde donde Juan está escucha un “buenos días” que le darán a él porque no hay  nadie más en el depósito. Se los han dado sin verle la cara y Juan contesta el saludo  también sin asomarse;  piensa que mejor que se hayan ido pronto porque esa visita no le gustó nada de nada  y se asoma a la puerta para verlos desde atrás, cuando se van, y  asegurarse que se hayan ido. En cuanto llegue Gloria la pondrá al tanto.

Cuando vuelve a los estantes descubre que en el primero hay algo que no estaba ahí antes. Se acerca a ver y encuentra que es la carpeta que el hombre que medía apoyó en el estante antes de trabajar. La carpeta olvidada le palpita en las manos, intuye que también ella tiene su vida. Podría averiguar quiénes eran los dos que llegaron tan temprano, cuando él está solo, y averiguar qué querían, supone. Está muy tentado de abrirla, aunque todavía se contiene. Se contiene un ratito más, y al fin se deja vencer por la sospecha y abre la carpeta.  Hay papeles con dibujos, planos, fotos del frente del edificio y fotos del patio interno. Hay notas firmadas por el nuevo director. También hay, en otro papel grueso y transparente, el logotipo de una cafetería muy conocida adonde a veces la familia o los amigos lo llevan a él. Y acá está un croquis de…Juan lo mira de un lado, lo mira del otro, buscando perspectivas porque le resulta conocido. Lo levanta para verlo derecho y se para en la puerta: mira la misma puerta en el dibujo y enfrente tres ventanas dibujadas, las mismas ventanas de verdad que se asoman luminosas entre los pasillos. También hay cuentas de metros cuadrados y metros lineales, 
El plano es del depósito, deduce, por eso vinieron a medir. La deducción lo estremece: ahora sí que entiende que  el depósito sea un objeto de deseo y  que ese deseo es oscuro. El papel le tiembla en las manos. ¿El lugar del depósito se va a convertir en esa confitería que conoce? ¿Y toda la vida que hay, adónde irá? Juan se agarra la cabeza y recuerda: ¡jamás!

Al instante, se ilumina: da media vuelta y corre a la biblioteca, sube por la escalera  saltando los escalones de dos en dos,  entra como una tromba y se para frente a la fotocopiadora.  Está muy nervioso y muy apurado, pero a él le enseñaron a hacer fotocopias así que va a copiar lo que hay en la carpeta y después se lo va a dar a Gloria. Se apura todo lo que puede, está entregado por completo a hacerlas rápido, algunas le salen movidas y debe repetirlas, pero termina. Corre de vuelta al depósito, tropieza, se desliza por la escalera, y llega con el último aliento a ubicar la carpeta donde la encontró. No ha terminado de hacerlo y está jadeante  cuando el hombre que medía se asoma por la puerta:

– ¡Hola! – saluda –  ¿Me olvidé una carpeta acá? – pregunta, simpático, con tono de hablar a la salita verde de un jardín de infantes.

Juan se encoge de hombros y hace que revisa: ah, sí, acá hay una carpeta.

–Gracias, querido – le acepta, con una palmadita en la mejilla  – Chau.

Juan aprieta sus fotocopias. Ya no falta para que llegue Gloria.  Está seguro que la guerra va a recomenzar.





Isabel Garin




lunes

HORARIO DE CIERRE - Un cuento de bibliotecarios


Para no tener problemas al nombre del  lector me lo callo  pero si se hiciera conocido y los problemas se presentaran  que se sepa  que  los compañeros de la biblioteca me respaldan. Esta misma noche acabo de hablar con todos ellos.
El  lector, un estudiante alto y flaco y de movimientos desmañados, había aparecido hacía unos meses  a estudiar como tantos, más con sus propios apuntes que con materiales nuestros, aunque a veces pedía algún libro o alguna revista.  La primera vez lo recibieron los de la mañana y no me hicieron ningún comentario. Pero esa misma noche, al terminar la jornada,  empezó la disputa,  aunque esa primera vez no le di tal nombre porque iba a necesitar una segunda vez para corroborarlo. Ya habían comenzado los movimientos del cierre,  conocidos por todos cuando se acercaba la hora de irnos: los lectores ordenaban sus papeles, devolvían lo que hubieran pedido,  me preguntaban algo para el día siguiente, se levantaban, saludaban al salir.  Todos estábamos en la instancia del cierre menos él que parecía abstraído en su lectura.  Al pasar al lado una chica le chocó un hombro con su mochila, se disculpó,  pero él no registró nada, ni la mochila ni la disculpa, y siguió leyendo. Me llamó la atención. Cuando ya se  habían ido todos y el movimiento de la salida había cesado, y solo faltaba que se fuera él, me quedé esperando que levantara la vista y  tomara nota  que nos íbamos; esperé un par de minutos, esperé  otro par de minutos, y otro más; no se movía de su lugar y desde mi mostrador veía que seguía pasando hojas  muy concentrado. Pensé que estaba demasiado concentrado, así que dije en voz bien alta:
Ya cerramos.
Para mi sorpresa no levantó enseguida la vista, como si el sonido hubiera tardado varios segundos en llegar a sus oídos.  Cuando al fin oyó, o concedió oír, me miró con atención como si me evaluara, como si estuviera calculando mi habilitación para decirle que tenía que irse. Y recién después de un tiempo que pareció muy largo empezó a cerrar morosamente su netbook, a guardar sus apuntes y a recoger sus lapiceras. Se puso de pie con  toda calma, como si no fuera tarde,  dejó la silla corrida y se encaminó  a la puerta  mirándome a los ojos y  sin una palabra. Me cayó mal.
La segunda vez que pasó algo parecido  intuí que hacía  una constante práctica de  desafío. Imaginé que sería así en todos los aspectos de su vida.  Me cayó peor, y me preparé a resistirlo.  Para desagracia sus horarios coincidían siempre con los míos, así que yo lo tenía en el cierre las dos o tres veces por semana  que iba a estudiar. 
Nunca se iba hasta  último minuto y hasta que le dijéramos que tenía que irse, ¿por qué no hacía como todos los demás que ya conocían los horarios de la biblioteca y en cuanto empezábamos a guardar libros y apagar computadoras recogían sus apuntes y sus cuadernos,  guardaban todo,  saludaban y se iban? Pero no, él no, dejaba claro que no estaba dispuesto a facilitar nada. Así que si yo  había visto que estaba en la sala,  quince o veinte minutos antes del cierre empezaba a hacer ruidos: llevaba libros de acá para allá y pasaba a su lado, arrastraba las escaleras, cerraba puertas con un golpe, apagaba luces; pero igual no se le movía un pelo y seguía inclinado sobre lo que estuviera leyendo como si no oyera ni viera nada alrededor. Al final, sin que se hubiera dignado levantar la vista de lo que leyera, tenía que pararme frente a él y avisarle personalmente:
Ya cerramos.
Se le veía la voluntad de no hacer caso, de querer desobedecer el horario y desautorizarme. Sin decir una palabra de reconocimiento, en silencio y con toda parsimonia,  empezaba a guardar en la mochila uno por uno sus numerosos objetos no sin contestar algunos mensajes en el celular al mismo tiempo. Al fin salía caminando como quien  sale  de paseo por  el campo, mirando el cielo y  respirando hondo. Una tarde en que él persistía en su representación, acentuada esa vez porque tenía puestos los auriculares,  y yo estaba apurado por irme, tuve que acercarme y  otra vez decirle:
­            Estamos cerrando.
Y él me contestó en el acto, casi sin que yo terminara de hablar:
Faltan cinco minutos.
Era cierto. ¡Qué indignación! Y me lo dijo  con una  expresión contenida de dominio, con los ojos centelleantes de  sorna  y  sin quitarse los auriculares.
También me molestaba  su manera  desenfadada de acomodarse en la silla. Cuando hacía calor  llegaba resoplando, se agitaba la camisa o la remera, se sentaba desplomándose y a continuación se quitaba las zapatillas. Se quedaba descalzo, tan pancho, y a veces también se arremangaba los pantalones,  lo que  sin dudas le daba  aspecto de pescador.  Luego, con esa propiedad que tenía para avanzar sobre los demás, desplegaba su batería de objetos sobre la mesa que parecía que le quedaba chica, y eso que a las mesas se pueden sentar dos o tres personas con comodidad. Sacaba de su honda mochila apuntes anillados, hojas sueltas,  un par de libros, la net, dos o tres cuadernos, una cartuchera repleta de resaltadores de colores, se colgaba los auriculares del cuello, chequeaba el celular, abría los codos y ocupaba el espacio de izquierda a derecha. Yo deseaba con toda el alma que alguna vez se ocuparan todas las mesas para exigirle  que se estrechara un poco y dejara lugar a otro, pero eso no sucedió.  En otras ocasiones llegaba y ocupaba la  mesa sin dejar resquicio, apilaba  libros y apuntes y  sin más se ponía a dormir con la cabeza apoyada sobre la pila. A su alrededor, los demás lectores lo miraban con una sonrisa  y se codeaban, señalándolo. A él solo le faltaba roncar.
Lo que sí logré fue que no comiera en la sala. Un día lo vi  extraer un táper de su mochila abismal, abrirlo y sacar un enorme sándwich de milanesa. Ahí mismo lo frené. Tuvo que aceptar salir de la biblioteca pero salió de lo más campante con el sándwich en la mano y pasada la puerta se paró a comer a diez centímetros del  otro lado. Como esa puerta tiene la parte superior de vidrio yo lo veía  devorar su sándwich mientras agitaba la cabeza escuchando música. Desde entonces todas las veces que comía repetía el modo: sacaba un táper de su mochila, lo abría con alevosía en la sala y se iba a comer ahí nomás traspasada la puerta de entrada a la biblioteca, con la misma actitud del que se para desdeñosamente en la vereda marcando que es pública y que ahí ya no alcanza el poder de interdicción  de ningún particular; y además, dejaba todo desparramado sobre su mesa, incluyendo la net, el teléfono, los auriculares,  o lo que fuera.  Le dije más de una vez que guardara sus pertenencias,  porque nosotros no las cuidaríamos,   pero él me contestaba distraído:
Está bien.  No hay problema.
Y se desentendía, sin más. Me daba rabia,  pero no había manera de hacer que guardara o se llevara sus cosas;  en un momento cualquiera ya estaba afuera, comiendo sus milanesas al otro lado de la puerta, y habiendo dejado todo sobre la mesa.
En esta guerra sorda estábamos él y yo hasta esta tarde en que, para no variar, tenía todo desplegado sobre la mesa  de la manera invasiva que lo hacía, estaba descalzo, había  comido al otro lado de la puerta, y demás transgresiones mínimas pero compactas que no dejaba de hacer. Estaba solo en la sala,  los otros lectores se habían retirado más temprano.  Se acercaba la hora de irnos y como de costumbre se venía la pulseada del cierre. Lo espié desde atrás de  unos estantes: se había dormido de una  manera guasa, con las piernas flojas y los pies  bien  abiertos, la cabeza hacia la izquierda  apoyada  en los brazos cruzados sobre la mesa y un  lápiz entre los dedos. Parecía en el  mejor de los sueños. Yo repetía con irritación mis tácticas: correr la escalera, arrastrar un mueble, apagar luces, tan inútilmente como siempre.  Y entonces me pongo a esperar que se haga la hora de cerrar, justo la hora de cerrar para que no pudiera decirme “faltan cinco minutos”,  después me paro en la sala y anuncio:
            –Nos vamos.
Y él no se mueve, hace como que no  registra los movimientos,  practica su modus operandi de provocación. Carraspeo y vuelvo a anunciar, con un tono más alto:
Estamos cerrando.
Nada.  Estaría  ya despierto y haciéndose el dormido para obligarme otra vez a tomarme el trabajo de responder a sus desafíos.
            –Eh – me acerco a él – eh…nos vamos.
No se mueve.  Este tipo está de nuevo tomándome el pelo, pienso, y entonces me enojo y grito:
– ¡Ya cerramos!
Nada. Ya estoy a un metro de su mesa y está dormidísimo. Veo el apunte que estaba leyendo, lo ha estado marcando con  resaltadores  de color; me inclino con un interés obsceno y leo un párrafo resaltado con  verde que  dice: “el control disciplinario no consiste simplemente en enseñar o en imponer una serie de gestos definidos… impone la mejor relación entre un gesto y la actitud global del cuerpo, que es su condición de eficacia y rapidez…el poder disciplinario fabrica individuos, encauza sus conductas…”. Ajá. Tiene en la mano un lápiz. La pantalla de su  net  abierta parpadea. Me distraigo por un momento observando sus cosas pero de pronto escucho que le entra un mensaje al celular, que le suena en algún bolsillo, y vuelvo a la situación.
            – ¡Ya nos vamos! – trueno a veinte centímetros de  él.
No me oye.  Lo observo: está en el mejor de los mundos.  Nunca lo he tocado, por supuesto, pero tendré que zamarrearlo para que se despierte. Apoyo con  disgusto mi mano sobre un brazo, y me parece que entonces pestañea. ¿Pestañea?  Lo zamarreo del brazo.
– ¡Eh!– le grito casi en la oreja – ¡Nos vamos!
No contesta nada, pero se le cae el lápiz que sostenía entre los dedos. Cuando el lápiz se cae hace un ruidito saltarín y rueda casi hasta el borde de la mesa. Me llama la atención que él no haga ese movimiento casi reflejo que hacemos todos tratando de detener algo que rueda sobre una mesa para que no se caiga. En ese mismo momento,  con  la mano apoyada sobre uno de sus brazos,  me doy cuenta que tiene frío. Miro estúpidamente el aire acondicionado que está detrás  pero hoy no ha hecho calor y no lo tuvimos prendido. Mientras observo todo esto mi mano sigue apoyada sobre su brazo, y sin que lo piense se pone a sacudirlo.
 – ¡Ya cerramos! ¡Eh! ¡Despertate!
Lo sacudo con fuerza pero no contesta y no se mueve. Me desconcierto. Le miro la nuca en la que tiene una estrella tatuada que no le  había visto.  De pronto me encuentro sacudiéndolo más fuerte.
  – ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Pero no contesta y no se mueve.  Lo dejo de zamarrear y no se mueve en absoluto. Las sacudidas que le di han hecho que su cabeza se desplace un poco, corrida del apoyo sobre los brazos, pero él no ha hecho ningún movimiento más. Los dedos que sostenían el lápiz siguen en la misma posición semi abierta de cuando el lápiz se cayó. Me asombra su quietud, nunca he visto esta inmovilidad total.  Cuando pienso que nunca he visto esta inmovilidad  percibo que mi mano, la que sigue apoyada sobre el brazo, está sintiendo un frío que no es del aire acondicionado. Entonces la mano me quema y la retiro, espantado. Doy un salto atrás. Siento que los ojos se me agrandan en las órbitas, se me aflojan las rodillas y me mareo. Doy unos pasos alejándome, mareado, con la vista nublada, pero vigilante aún por si el chico  levanta la cabeza y me mira con una sonrisita torcida.  Al instante siento el corazón  latiéndome como un tambor. No se mueve, no se mueve, y está frío, está frío… ¿cuánto hace que dormía o parecía que dormía? A esta hora somos los únicos que quedamos en el  edificio, busco el teléfono, llamo a la seguridad. No sé cómo hablo, o grito o balbuceo, hasta que entiendo que me dicen que  me calme,  que no me entienden.  Entonces puedo articular y al fin comprenden lo que digo  y  escucho que ya vienen.
Salgo al pasillo de miedo a mirarlo ahí en la sala,  como dormido, y de que  levante esa cabeza inmóvil  y  me mire con su mirada desafiante, mientras espero que lleguen los de seguridad y ya adivino a todos los que seguirán después de ellos: la ambulancia y la policía, los parientes, los compañeros de trabajo, la jefa, el director,  la prensa, las averiguaciones, las preguntas,  y pienso en el trabajo que este chico me ha dejado. Y de pronto me siento muy tonto y me brota la  indignación: yo estaba llamándolo y despertándolo de todas las maneras y él  de nuevo se dio el gusto de desoír olímpicamente mi aviso de cierre de hoy. ¡Cómo se habrá divertido!





Isabel Garin






LA REUNIÓN DE FIN DE AÑO - Un cuento de bibliotecarios


Se va el último usuario que quedaba y Gloria, la jefa de la biblioteca,  da su asentimiento: que se cierre la puerta y que comiencen los preparativos, y en el acto un movimiento alborotado, de voces altas y arrastrar de muebles, rompe el orden de las mesas alineadas en la sala de lectura, una detrás de otra,  y lo dispone en una sola larguísima mesa,  una al lado de la otra, pegadas; y mientras el  expansivo Juani, que se ocupa de las suscripciones, queda de guardia en la puerta para abrir a los invitados, los unos cuentan lugares y ubican las sillas y las otras van trayendo a la larga  mesa las comidas;  hay de todo: piononos, ensaladas rusas y de otras nacionalidades, pollo frío, un heroico bittel toné, empanadas, fiambres, y más cosas ricas que pareciera que será la última comida, y bebidas diversas,  y fuentes, platos y vasos que cubren  la superficie casi sin dejar espacios libres;  y luego de los ires y venires llega  el momento alegre y desordenado en que todos van a tomar sus asientos: Cata quisiera sentarse enfrente de Martín, pero Martín da vueltas charlando con uno y con otro y se demora, hasta que al fin  parece que se sienta, pero como solo parece, Cata queda en suspenso; a la izquierda de Martín se sienta Gerardo, el de Sistemas, y  al lado de Gerardo se sienta Ana, por distraída casualidad, ya que ninguno de los dos se hubiera buscado como vecino, y al lado de Ana se ubica Mabel, la de Hemeroteca, y al lado de Mabel se sientan Nu y Eve, como llaman a  las mellizas que trabajan en Administración, y a cuya cercanía quisiera mudarse Gerardo justo cuando en esa silla se sienta Mario, el jefe de Administración,  que llegó  invitado por Gloria, la que se ha sentido en deuda con él por el apoyo que le dio este año a la biblioteca y por cuya asistencia debió sofocar varias opiniones en contra de invitarlo, y luego se sienta Gloria  y a su lado Carlos, el que se ocupa  de  mantenimiento, y al lado de Carlos se sienta Susi,  seria y callada,  que es su  expresión de siempre  aunque no se corresponda con la situación, y a su lado Marquitos, que vino con su guitarra para tocar después y a  la que  ha sentado  a su lado,  como si fuera persona,  hasta que a  esa silla la requiere Mary y la guitarra, desplazada, queda apoyada contra la pared,  y en la siguiente Luciana, y en la que sigue Silvina, las dos de Procesos Técnicos, y al lado de Silvina se sienta Alejandro, el de atención al público, y al lado de Alejandro un chico pelirrojo que nadie conoce ni  sabe  por quién vino invitado, y  al lado del desconocido se sienta Alejandro el Magno, como lo llaman para distinguirlo de Alejandro y por cierta vanidad imperial, que le cuesta ocultar,  debido a  la excelencia de sus búsquedas bibliográficas, y al lado del Magno se sienta Richie,  el de la fotocopiadora,  que  guarda la silla de al lado para Juani, que abandona su guardia porque ya entraron todos y queda sentado en la última ubicación libre, a la derecha de Martín, que por fin queda instalado.  Y Cata, ahora sí,  viéndolo definitivamente sentado, inserta una silla a la fuerza entre Susi y Marquitos, apretujándolos,  y  queda ubicada bien enfrente de él.
- ¡Feliz año nuevo! –  saluda  alborozado Juani, vaso en alto y quitándole la primacía a Gloria,  a  todos en general y en particular  a  Richie que está  a su lado,  y Richie saluda al Magno, y éste al chico desconocido,  y éste a Alejandro, y  Alejandro a Silvina, y a Luciana y a Mary,   y de Mary el saludo corre  y pasa  a  Marquitos, a Cata, a Susi, y de Susi a Carlos, y de Carlos a Gloria, y toca hasta al resistido Mario, y luego a Eve, a Nu, a Mabel, a Ana, a Gerardo y a Martín,   en donde  la ronda, ya cumplida, se detiene y se apaga.  Todos sonríen, menos Susi pero no porque esté enojada, y empiezan el intercambio de delicias en los platos.
La biblioteca, silenciosa, ha seguido el  bullicioso brindis desde sus estantes.  Sabe que será tejido en la trama de los días por las manos de todos los que se han saludado. Ya lo ha visto antes y lo seguirá viendo cuando dentro de un año se complete otra vez la ronda  del tiempo que aún no  ha empezado.

Isabel Garin


(Pintura: Tiempo circular - Carolina Tapia)



domingo

LO QUE SE VE POR UNA VENTANILLA DE PROCESOS TECNICOS EN UN DIA CUALQUIERA Un cuento de bibliotecarios



A la oficina de Procesos Técnicos solo llegan los que saben, los  otros se perderían. O tal vez la encontrarían por casualidad, buscando otro lugar. Para llegar, hay que dejar a la derecha el mostrador de recepción y adentrarse por un pasillo mínimo,  resto de una obra de refacciones nunca terminada. El pasillito, oscuro y todavía sin revocar,  transcurre una vez a la izquierda y otra vez a la derecha, rodeando el ambiente inconcluso que alguna vez, cuando lo terminen,  será la nueva sala de computadoras de la biblioteca, y luego desemboca en un depósito que guarda colecciones de revistas del siglo XX.  El depósito tiene una puerta  con toda la apariencia de estar clausurada,  y donde el inexperto podría dar por terminada la búsqueda, si no fuera que en ese momento alguien la abre y pasa  por ella  descubriendo que la clausura es aparente. Pasando esa puerta uno se asoma al office, con sus estantes con tazas y vasos alineados y su alacena con yerba y café.  El office, con ser tan estrecho porque también quedó comprimido por la obra inconclusa,  tiene otra puerta que hay que empujar y entonces sí, se ha llegado a la oficina de Procesos Técnicos.

La oficina es interna. Una luz  de tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?. Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los  cuatro catalogadores que trabajan en ella  combaten  la  falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando  sobre las paredes afiches de verdes selvas y de  playas caribeñas. Para acentuar la atemporalidad  sobre los estantes, sobre los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y catalogados.  Cada día muchos de ellos son procesados  pero por algún efecto secreto  de multiplicación la estiba de libros nunca se reduce.  Las pilas son eternas.

Los catalogadores van llegando cada  mañana y se van  adentrando por el pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía cerrada. Cuando se enciende la luz blanca  se internan  en otra dimensión. Todavía  se cuentan cosas, proponen unas  rondas de mate, comentan acerca de la primavera  o del otoño que han quedado  afuera,  pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y  navega  con su  propio impulso.

Entre los tripulantes  viaja  Lucas, el último bibliotecario que ha ingresado y el más joven.   Quedó al cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que  se está  por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una  manera callada y concentrada, y proclama que será su heredero.  Lucas es muy amable cuando habla. Cuando no habla, casi siempre,  parece tan atemporal como la oficina blanca y  las pilas eternas.  A Amelia le gustaría que su proclamado heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no  le parece que él tenga ningún espíritu reclamante.

Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación   que corre, casi física,  desde el  lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y llega hasta aquí.  Amelia se retira  de su computadora y huele el aire: sí, señor, hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas.  Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz entre los dedos y lo balancea,  nervioso. Él no mira a  Amelia, sino hacia la puerta.

Hay que esperar todavía un par de minutos más.  La oficina  también  espera y queda suspendida, a la expectativa.   Al cabo del par de minutos, entra Mariana. Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público.  Es la única que cada mañana aparece  a saludarlos, los demás  saludan por el teléfono interno y a veces se burlan cordialmente  cuando los llaman astronautas, por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la luz blanca cae rendida;  se vuelve dorada con otra luz  que Mariana trae con ella y que fluye en cada saludo que da.

– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?

La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita  en que transcurrían cuando trae el aire de las  salas de lectura,  de los ventanales abiertos, del cielo alto y azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios sobre el  viaje en colectivo, sobre algo que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina y  lo saluda,  y por un momento su largo pelo castaño se derrama sobre él,  Lucas se estremece. Le brilla la mirada, el lápiz  entre los dedos se paraliza, todo él se tensa.  Amelia se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?

No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va.  Su paso es siempre así: un aire fresco que abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno si hubiera qué acariciar. En cuanto se va,  Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el office.  Se detiene con su carga de timidez  pesada como una piedra, y como no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo,  y para perder tiempo se prepara un café.

A los diez minutos,   Amelia lo ve regresar   igual que ayer y antesdeayer. Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana, intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco, vuelve a silenciarse. Los catalogadores trabajan   llenando pantallas una tras otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de libros.  Lucas se  vuelve hacia la pila más cercana, la que está ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.

La oficina vuelve a flotar, ingrávida.





Isabel Garin














sábado

GENTE RARA - Dibujo en vivo






El 13  de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos, uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado  por la ilustradora  Karuchan mientras era leído. 

Aquí el enlace a las fotos del dibujo en vivo: 
https://www.facebook.com/media/set/set=a.539522616120406.1073741840.502495016489833&type=3
¡Muchas gracias a ella  y a los compañeros-colegas del IFTS!


















viernes

CORRIENTES Un cuento de lectores

          Soy pescador desde chico. Mi padre me despertaba oscuro todavía para llevarme con él al río, y me enseñaba a tirar la línea que arrancaría de la corriente a esos dorados que se agitaban unos momentos en tierra, mojados y tornasoles. Yo aprendía a esperar. Que amaneciera primero, que en el río se marcaran sus calles de agua  después, y luego que sus movimientos secretos trajeran los peces. Entonces yo soñaba con pescarlos y poder hacerles una marca. Soñaba con  marcarlos,  arrojarlos al agua de nuevo y volver a pescarlos río abajo sólo para poder reconocerlos.
Así que no hay nada tan mío como  ese llamado de pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo conozco como al  otro, con sus meandros, sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde, ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos  y hay poca gente que se les anima.  Entonces,  los vigilantes  flotan en un vapor de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco el libro entre centenares de libros y lo hallo.  Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido que lo que los ojos puedan ver, y  me llevo mi pez conmigo.
Quien no haya pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para  otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo pesco el libro y me lo llevo  a casa  porque  digo que por el agua navegan peces, camalotes,  canoeros y libros.   Y que   el río está  corriendo día y noche, sólo hay que acercarse a la ribera con  línea y anzuelo  y  tomar del agua lo que el agua lleva. 
Pero no me olvido que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro.  Mido a la guardia,  cruzo de vereda si hace falta,  cruzo los libros de estantes, dejo los más caros  en las mesas de  ofertas,  mezclo filosofía  con ciencia ficción  y misterio con psicología, dejo poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los  macbeths... Pero antes de devolverlos les hago una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés.   Y  después, con el corazón mojado,  los lanzo al agua.
 Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible.  Pero estaba en otra librería, en una librería diferente a aquella en donde yo lo había dejado.  Es  que el  río corre para todos y claro que  hay muchos  pescadores...  


Isabel Garin





jueves

LA DONACIÓN Un cuento de bibliotecarios


 
 Al principio,  y durante mucho tiempo después,  conté los días desde que nos habían traído aquí. Para hacerlo, me guiaba por una luz pálida que nos llegaba cada  catorce o quince horas  desde una ventana alta y estrecha.  También algunos otros los contaban porque desde mi lugar podía oír sus  murmullos de  registro, disminuidos, como cuentas apagadas, sofocadas  entre las muchas capas de papel.


Luego de un par de horas esa luz se atenuaba, se  retiraba con suavidad pero sin dudar, y nos dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.

Alguna vez que me desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya  había  pasado por la ventana una vez,  o más de una vez. Hice un cálculo provisorio para seguir llevando la cuenta pero después la luz  del invierno fue breve y  mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no se hizo ver, volví a dormirme varias  veces dándome cuenta que me sucedía cada vez más a menudo y por más tiempo, y al fin dejé de contar. Lo mismo le habrá ocurrido a los demás, porque hace ya mucho que no oigo aquellos rumores de apagada contabilidad.

 A pesar de estas  imprecisiones tengo perfecta memoria de mis  orígenes. Nosotros vivíamos en la casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa, llena de luz, y él y nosotros nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las tardes en que nos repasaba en los estantes, observando algún título allá y acá,  tocándonos apenas con las yemas de los dedos, casi sonriéndonos, para después sentarse a trabajar en su escritorio. O las mañanas de los domingos cuando  se hacía presente tarareando alguna canción y  abría las ventanas invitándonos a respirar,  y sentíamos su mirada complacida sobre nosotros.  

Con el andar de los años  el  doctor fue llenando los estantes y colocando más estantes  que volvían a llenarse. Yo no la he visto, porque he salido de mi ubicación solo al escritorio donde él me consultaba, pero sabía que había otra sala igual o más grande que la mía, también con las paredes cubiertas de estantes que fuimos ocupando.  Igualmente, recuerdo  que la esposa del médico solía rezongar a raíz de nuestra proliferación, y un par de veces los escuché discutir por ese motivo.

Después, cuando el médico  ya tenía nietos, instaló en su escritorio una computadora. Puedo asegurar que al principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna prevención hacia ella, no nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no desprendíamos todavía ninguna conclusión que pudiera afectarnos por su presencia.   Traté de establecer algún contacto con ella, pero ella  no dialogaba ni  conmigo ni con  otro cualquiera. No por hostilidad o indiferencia, creo yo, sino simplemente porque  no sabía hablar con quien no fuera su igual.  Había nacido máquina, no  vivía en los estantes, no tenía árboles como ancestros y  la electricidad la recorría. Venía de otro universo.

La primera conclusión inquietante para nosotros  fue un tiempo después, cuando  a raíz del tiempo que el médico  leía en la computadora (nosotros íbamos sabiendo de a poco los usos de  esa máquina), su esposa comenzó a reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era más sólida ahora, porque  tenía mucha lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el doctor empezó a considerar  la cuestión. Me sentí desolado cuando un fin de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra sala, y no supe el destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los trajo a mi sala y los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o apilados sobre alguna silla.

Después…El médico seguía apareciendo alegremente las mañanas de los domingos pero creo que ya no nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas, respiraba el aire fresco, pero lo hacía mientras esperaba que su computadora se iniciara. Yo extrañaba muchísimo el contacto de sus manos.

De cualquier forma nunca nos olvidó.  En algunas vacaciones se disponía a  ordenarnos, nos limpiaba,  nos volvía a abrir y a releer, nos re-ubicaba. La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales conocí  que nuestra edad era algo importante, que algunos de nosotros éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos éramos viejos…Hasta ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la edad.  Por mi parte,  recién entonces entendí la relación comparativa  que teníamos frente a la computadora.

Más tarde,  aquel hombre que nos había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé que fuimos un consuelo para él en sus últimos tiempos, cuando  otra vez nos acariciaba y nos  miraba con orgullo. Una vez, a mí en particular   me sostuvo una tarde entera sobre sus rodillas,  releyéndome, observando los subrayados y las anotaciones que me había hecho tanto tiempo atrás,  recorriéndome, saltando páginas, avanzando, retrocediendo…

Fue la última vez que  estuvimos juntos.

Después, no era él sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas.  Yo me sentía tan triste  por la ausencia de aquel hombre que no aspiré a ninguna resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del doctor se sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie nos limpiaba ni nos re-ubicaba.

Hasta el día que la viuda recibió a unas personas que nos observaron,  midieron las estanterías,  anotaron, nos tomaron con las puntas de los dedos para abrirnos y  ver nuestra fecha de nacimiento, y estornudaron un par de veces. Habrá sido entonces cuando arreglaron nuestro destino.

Una mañana, poco después, un grupo de chicos  que hacían bromas entre ellos  y escuchaban  música con sus auriculares, nos metieron en cajas y nos subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos bajaron aquí, el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un ramalazo de satisfacción cuando lo supe.

Pero para mi desgracia tuve que  oír que no éramos bienvenidos. Con unas voces  fastidiadas, y a veces irónicas,  dos o tres personas abrieron las cajas, observaron lo que había, comentaron,  retiraron algún libro de acá y de allá, y luego cerraron las cajas  otra vez. A mí no me retiraron.

Y nos trajeron a este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final.  No tengo ninguna expectativa de que salgamos de aquí.

A veces, muy de tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y revisa unas cañerías que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un parche  por una pérdida de agua que de cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas, sacó a unos compañeros  que dejó afuera, secándose, y luego se fue.

Y ahora  el único despierto soy yo. Todos los demás se han dormido  y no han vuelto a despertarse.  Y yo rememoro mi origen  sin estar seguro si podré hacerlo otra vez.

miércoles

GENTE RARA Un cuento de bibliotecarios

El 13  de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos,  uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado mientras era  leído. ¡Muchas gracias a la dibujante y a los compañeros-colegas del IFTS!



En el mundo hay gente rara…Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con la demás. Mirando desde aquí, desde el mostrador, uno los ve  a todos sentados, leyendo, y mezclados así  no se advierte ninguna diferencia. Hasta que el raro llega, o se levanta de su mesa, y empieza la función.

Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que vienen aquí. Pero raros en serio, no sólo los de siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  ni  los que comen a bocaditos escondidos el sándwich que tienen sobre la falda. Anoto a mis  raros en un cuaderno y al cuaderno lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo bajo llave porque cuando lo dejaba a la vista encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Eran los del turno de la tarde que se reían de mi interés y  decían que yo mismo soy más raro que cualquier raro que pudiera venir.   

A mí  no me importa lo que digan, y a la  pregunta de porqué  los observo y los anoto puedo contestar que por la misma razón que se catalogan las  mariposas y las piedras. Así que yo tengo entre mis mejores especímenes:
Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una pintura del fundador de la biblioteca y  posters del último congreso. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlos.  Pero después observé que se detenía   también  frente a las otras paredes que no tienen nada, están limpias de cuadros,  fotos o posters. Y ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que haya colgado sino las  mismas paredes. Las paredes, propiamente.

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de color naranja y violeta, o  rojo y naranja, largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda. Pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Le conté hasta cuatro cambios en una sola mañana de lectura.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo lennon,  que cada vez que viene, y viene seguido, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí “en la mesa que gustes”, con un amplio gesto circular  del brazo para señalar  la cantidad de mesas libres que había en la sala. Y creí que le daba respuesta de una vez para todas.  Pero no. Cada vez vuelve a preguntar dónde puede sentarse y a estas alturas de la insistencia yo pienso que debe ser un interrogante filosófico  mucho más allá de un asiento concreto, tal vez  alguna cuestión interrogable  acerca del descanso humano, al que yo nunca puedo satisfacer  con mi   limitada  respuesta. 

Pero los más raros de todos  son los raros de computadora. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera PC.  Yo  había notado que se quedaba haciendo  tiempo y  merodeaba por el catálogo,  hojeaba distraída los diccionarios  o se concentraba en su celular. Supuse que esperaba a alguien más hasta que me di cuenta que esperaba que se desocupara la PC Nº 3. Cuando la 3 se desocupa, vuela y se instala ella. Y pueden estar todas libres, menos la tercera, y ella no se sienta a ninguna.

Y está Dedos de Papel, que podría  ser primo del Manos de Tijera. Dedos llega, saluda con una  inclinación de cabeza, y se sienta frente a una computadora. Luego abre su portafolios y saca de él un sobre con recortes de papel rectangulares. A continuación, se enrolla un recorte en los dedos índice y mayor de cada mano  y lo dobla sobre la yema, y así digita sobre el teclado con cuatro dedos protegidos y los otros en el aire, evitando rozar las teclas.

A  Dedos le tomé  fotos con  el celular, para dejar constancia.  Los de la  tarde se quedaron asombrados cuando se las mostré y por primera vez dejaron de burlarse de mis registros. Y algo me dice que en cuanto  comente mis casos  por Internet van a aparecer a contar  sobre los raros que ven en su turno,  como si se les hubiera ocurrido  a ellos y fuera su descubrimiento.  Y no me extrañaría que propusieran un concurso de Raros de Biblioteca,  para el cual me adelanto y dejo aquí presentados a mis  mejores candidatos.


Isabel Garin





sábado

Una historia de biblioteca

Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa  leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir"). 
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo,  Bruno desmiente esa aseveración. 




Por Alejandro Abate  © 2011 

Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca, Bruno eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde, ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las 12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes. 

Lo más normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros, así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no se manipula”.

No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de la Biblioteca, cercanas a las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar la Espasa Calpe.

Los que habían inaugurado la Biblioteca, hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran: Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas, Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria, el “Márketing”, la Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca, funcionaba igual. Con irregularidades y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.

Entonces el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos, tanto prácticos como teóricos.
Pero lo que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”, área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material, por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca, separaba una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al Banco.

De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 de la Catedral, y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho. Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la encontró en el bufete del Banco, la Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el libro. Fantástico, dijo.

También estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno como intermediario.

Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro. 

Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a la Biblioteca, Bruno escuchaba sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno. 
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de la Biblioteca para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por Bruno. 
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.

También estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca, pedían los diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer. Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue contagiando.
 
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente: La Montaña Mágica de Thomas Mann; La Condición Humana, de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter Grass.

Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.

Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.

En la Biblioteca, el tiempo pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y de Capacitación. Y la Literatura, pasó a un segundo, a un tercer plano.

A Bruno le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje más. 
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Para no sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación. 
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las luces fluorescentes de la Sala de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la calle.

La estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban junto a él. Con él.

Unos brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.