Mostrando entradas con la etiqueta dios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta dios. Mostrar todas las entradas

domingo

Viejo rey en chancletas


El viejo se sentaba siempre en el escalón de un negocio cerrado en Muñiz casi Carlos Calvo, bajo los tilos  y los paraísos que perfuman la cuadra en primavera.  No era un sin techo, alguna casa o habitación  tendría para refugiarse, pero andaba cerca de serlo.  Lo veía siempre vestido con un sobretodo gris y gastado,  dejando que el tiempo pasara sentado en su escalón, intercambiando comentarios con los vecinos,  una bolsa informe al lado que vaya uno a saber qué contenía, una radio a transistores, chiquita, que sostenía con la mano al lado de la oreja escuchando su programa favorito.
Aunque estuviera sentado se lo veía alto y corpulento, y de aspecto majestuoso. Al aspecto majestuoso se lo daban el pelo y la barba blanquísimos y largos que enmarcaban un rostro cuadrado, de grandes ojos con ojeras marcadas  y nariz pronunciada y de carácter. Y se acentuaba  por la manera lenta y grave de moverse o de hablar, de girar la cabeza y tardar en fijar la vista,  como si el tiempo a él no lo  corriera. Al contrario: como si él, el viejo,  fuera el dueño del tiempo, y los hombres y las cosas se quedaran esperando la resolución de su saludo,  la respuesta a una pregunta, el permiso para que el perro que sacaron a pasear se le acercara a olisquearlo.  Levantaba entonces una mano en gesto lento de bendición o de saludo real y le hacía al perro del  vecino una caricia en la cabeza.
No, no parecía un sin techo. Más bien parecía un viejo rey en el destierro, y más, se me ocurría: tal vez un dios griego, de aquellos que bajaban  a caminar el polvo del mundo entre los humanos, perdido en esta época. O por lo menos, insistía yo cada vez que lo veía, un hombre que fue rico y perdió toda su fortuna. O tal vez  un actor que fue célebre haciendo a Shakespeare y después se quedó sin nada de nada. De mi curiosidad por tratar de saber de él  me han brotado al pasar unos saludos que creo que se me oían formales, unas "buenas tardes" con inclinación de cabeza, pensando en que en algún momento me podría quedar a charlar sin suspicacias, y él, a su modo lento y augusto, me ha respondido cada vez: 
— Buenas tardes, señora. 
Ayer lo encontré de nuevo. No sentado en su escalón levantando la cabeza para buscar a los zorzales que le cantaban en exclusiva desde  las ramas del paraíso. No, no. Lo descubro en el super chino que está en Carlos Calvo, y exactamente parado en la fiambrería del super.  Me desoriento, dudo, es la primera vez que lo veo de pie. Me paro espiándolo detrás de una góndola. ¡Se ha cortado el largo pelo blanco y se ha afeitado la barba magnífica!  Y como hace calor no viste el sobretodo que le daba unas reminiscencias de manto clásico sino que tiene puesta una camisa a cuadros, de manga corta. 
¿Es él? ¿Es él?

Sí, es él, el probable rey desterrado o el dios griego bajado al mundo. Está comprando cien de queso y cien de paleta.  Ya tiene una bolsita con pan. Aún estira la mano grave  y despaciosa  para recibir el fiambre que le alcanza la chica que atiende, y se da vuelta alto  y expoderoso para dirigirse a la caja. Lo sigo con la vista: camina lento llevando su compra mínima, una de las zapatillas  en chancleta. Una sola.