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domingo

El tiempo no para


 
Así, con la frase que remite al tema de la Bersuit, abre el calendario artesanal que recibí de regalo en el arbolito, a fines de 2015. Me lo regaló mi hermana María Elena, que ilustró cada mes con una obra suya, de sus pinturas.Y ya estando en febrero y viendo que, en efecto, el tiempo no para, me acomodo a él  y empiezo, con demora, los rituales del año. Uno de ellos: renovar la agenda  2015 y el índice de direcciones, esas que siguen estando en papel porque el directorio del celular y los contactos del correo electrónico no pueden contener todas las direcciones de mi vida.  

Primero renuevo la agenda tirando las páginas 2015 para colocar las del 2016. Miro las anotaciones: encuentros, turnos, recordatorios, a ciertas horas, en ciertos días. Ya pasaron, se deslizaron por el año anterior, se perdieron en el tiempo, en eso que corre para atrás en el deslizador de la memoria. Veo notas subrayadas, signos, círculos, llamados, alertas por asuntos a los que debí atender, mientras iba llenando las páginas de la agenda una después de otra, una seguida por otra,  incansablemente.  ¿Adónde se fueron esos apuros,  esas previsiones y esas esperas? ¿Qué más queda además de estas anotaciones con tinta azul?  Algunas me dan risa: arreglos o acuerdos que no se concretaban,  repetidos llamados y búsquedas, tal vez con enojos incluidos, visibles ahora como  huellas  sobre el suelo inmaterial del tiempo.

 Y este año sí, después de varios años de no hacerlo, me tomo el  trabajo de renovar el índice de direcciones.  Me asombra su desactualización.  Familiares que ya no viven donde dice ni tienen este teléfono, tíos y amigos muertos, compañeros mudados, absolutos desconocidos: ¿quién es éste que dice acá? ¿Y ésta? No recuerdo porqué los tengo anotados, ¿habrán sido importantes en su momento? Y hay otros asentados en actuales categorías de indeseables, o redundantes, o (sin ningún cariz peyorativo), inútiles.  A veces no me reconozco en el registro de tal o cual, ¿yo lo anoté,  y para qué  anoté  a tal  o cual si nunca, pero nunca,  lo voy a llamar? ¿Y por qué sigo teniendo anotada a tal persona si no quiero  saber nada de ella?


 

Limpio y hago práctica quirúrgica sobre nombres y lugares, corto, arranco, y también agrego. Anoto nuevas direcciones, marco en el espacio con renglones de cada hoja las señales donde hallarlas. Registro a los allegados para que no se me pierdan en el año que se deslizará nuevamente, para que sus nombres no desaparezcan en el transcurso incesante de un día después de otro, uno seguido por otro, indetenibles, porque en verdad el tiempo no para. Los registro también para reconocerlos a mi lado, de mi lado, en la trama laboriosa  de esos días que voy a tejer desde ahora, cuando el año es nuevo todavía, en una  urdimbre  que el próximo año me parecerá otra vez liviana y olvidable.





miércoles

Los nombres y los días




Es fin de enero y para mí ya pasaron las vacaciones. Los gozosos de febrero cierran las valijas y se despiden saludando con aires de “el que ríe último, ríe mejor”.
Yo, que ya abrí y desarmé mi valija, empiezo lenta y  perezosamente los rituales del año. Uno de ellos: renovar la agenda  2013 y, observo, el índice de direcciones, esas que siguen estando en papel porque el directorio del celular y los contactos del correo electrónico no pueden contener ni resguardar todas las direcciones de mi vida.  

Primero renuevo la agenda tirando las páginas 2012. Miro las anotaciones: encuentros, obligaciones, recordatorios, a ciertas horas, en ciertos días. Ya pasaron, se deslizaron por el año anterior, se perdieron en el tiempo. Veo notas subrayadas, signos, círculos, llamados, alertas por asuntos a los que debí atender, mientras iba llenando las páginas de la agenda, una después de otra, una seguida por otra,  persistentemente.  ¿Adónde se fueron esos apuros,  esas previsiones,  aquellas esperas? ¿Qué más queda además de estas anotaciones con tinta azul?  Algunas me dan risa: arreglos o acuerdos que no se concretaban,  enojos, repetidos llamados y búsquedas,  visibles ahora como  huellas  sobre el suelo inmaterial del tiempo.

Y este año sí, después de varios años de no hacerlo, me tomo el  trabajo de renovar el índice de direcciones.  Me asombra su desactualización.  Familiares que ya no viven donde dice ni tienen este teléfono, tíos  y amigos muertos, compañeros mudados, ex compañeros, absolutos desconocidos: ¿quién es éste que dice acá? ¿Y ésta? No recuerdo porqué los tengo anotados, ¿habrán sido importantes en su momento? Y hay otros asentados en actuales categorías de indeseables, redundantes, inútiles.  A veces, no me reconozco en el registro de tal o cual, ¿para qué  anoté  a tal  o cual aquí si nunca, pero nunca,  lo voy a llamar? ¿Por qué sigo teniendo anotada a tal persona si no quiero  saber nada de ella?

Limpio y hago práctica quirúrgica sobre nombres y lugares, corto, arranco, y también añado. Anoto de nuevo sus nuevas direcciones, marco en el espacio  las señales donde hallarlos. Registro a los allegados para que no se me pierdan en el año que se deslizará nuevamente, para que sus nombres, y con ellos mi necesidad de saberlos presentes, no desaparezcan en el transcurso incesante de un día después de otro, uno seguido por otro, incansables.  Los registro también para reconocerlos a mi lado, de mi lado, en la trama laboriosa  de esos días que voy a tejer desde ahora mismo, cuando el año recién empieza, en una  urdimbre  que el próximo año me parecerá otra vez liviana y olvidable.