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jueves

Elogio de los chinos de la esquina



En la esquina de mi casa hay un autoservicio chino. Es pequeño,  apenas un poco  más grande que un almacén  de barrio, y está atiborrado de mercadería.  Los dueños son Wang y Ling,  con sus hijos.

A Wang,  muy amigable y  simpático, los vecinos lo  rebautizaron Juan.  No bien llegó Wang se hizo hincha de Boca, y parece que  le gustó   porque   sigue al equipo y a  los clásicos como bostero nativo: se pone la  camiseta y enciende el televisor con pasión, y arrastra al hijo adolescente a las delicias del fútbol nacional. También  lo  he visto  enseñando en la vereda algunos rudimentos de artes marciales a los chicos de la cuadra. Los chicos lo seguían con atención reverencial, seguramente porque es chino. Wang habla muy mal el castellano. A pesar de que lleva años en  Buenos Aires  parece que  hubiera llegado ayer. 

Mucho mejor que él  lo habla Ling.  Ling  no sabe de recreos y es trabajadora más allá de la extenuación.  Nunca se la encuentra descansando, o  leyendo  los diarios chinos gordos como libros, o  mirando televisión.  Si no está atendiendo clientes  está controlando entregas de mercadería, discutiendo con los proveedores, o llenando las heladeras de botellas o los estantes de latas, tratando de hacer  un improbable nuevo espacio entre lo ya ubicado. Viéndolos a los dos se advierte que  Ling es la que conduce y baja a tierra a la familia, y Wang es quien, de cuando en cuando,  la hace volar.

En este  planeta chino imbuido  de horror al vacío los clientes solemos pasar  saltando  sobre las cajas aún sin  abrir,  y  sobre los bolsones de  rollos de papel  y los packs de gaseosas recién descargados, para llegar al estante de productos de limpieza o a las sopas en sobre. Entre todo lo que entorpece el  paso puede encontrarse a la hija, marcando precios en  los productos, o al hijo, absorto con la película que sigue en su i-pod  mientras atiende la caja. 

En verano, un  par de ventiladores trabaja obstinada e inútilmente para refrescar el lugar.  A la tarde,  el sol se descarga furioso contra  esta esquina.  He entrado en esas horas de la siesta que sólo en una ciudad impiadosa como  Buenos Aires no se respeta, y he encontrado, como quien descubre un secreto, a Ling, silenciosa y recogida, con la vista  perdida más allá de las galletitas y el agua mineral.  ¿Qué estará pensando?, he  pensado con ganas de preguntárselo, imaginándome que extrañará a su familia, su idioma  y su ciudad. 

En  otras tardes  perdidas de domingos ella y Wang me han contado muy trabajosamente partes de sus historias. Me las han contado frase  por frase  y palabra por palabra,  tan mal pronunciadas que no  me permitían ni adivinarlas, y se volvían cómicas en los silencios que hacíamos para descansar del mutuo esfuerzo traductor.  Sin  embargo,  no se me escapaba la  dolorosa ruptura que impregnaba su relato  ni las enormes tareas asumidas para  dejar su tierra e  instalarse aquí. Y después ganarse el  reconocimiento que los autoriza a ser guardas de llaves de los  vecinos, entregadores  de avisos,   vigiladores de las compras de los niños y colaboradores de ollas populares en 2002, cuando el desastre no dejaba ni comer.

Yo  tengo presente el autoservicio de la esquina como el lugar al cual recurrir para comprar algo de ultimísima hora tanto como al enigma que oculta no por intención, sino por portación de lejanía.  Una vez Wang y Ling me  señalaron el pequeño altar  al que ofrendaban y oraban a sus antepasados, semi oculto detrás de shampúes y desodorantes. Y encendido en el suelo, el incienso con el que agradecían a la tierra  que los había recibido.
Y luego de abrir unos momentos esas ventanas por las que me dejaron verlos, todo volvió a trabajar en este pequeño universo chino: Ling, Wang, los hijos,  los ventiladores, las heladeras, y el monitor desconfiado que nos observa en los dos únicos pasillos posibles.