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jueves

Cielo e Infierno, de "Base de mis Datos"


El primer cielo de todos es el cielo de la pampa. Altísimo, enorme, de horizonte a horizonte. Con sus tonos de luz, sus tormentas, sus interminables crepúsculos y sus pájaros. Bajo esa bóveda protectora estaban mi casa, los sembrados, los animales, yo misma. Existía también el cielo de la rayuela, que teníamos que alcanzar a los saltos. Se llama cielo - pensaba yo - porque lo dibujamos redondo como el cielo de la pampa.
Pero había otro cielo, el cielo deseado. Sin ubicación exacta y superpoblado de gentes extrañas que se habían ganado el derecho a habitarlo haciendo cosas rarísimas. Había anacoretas que llegaron a él con mugre, hambre y aislamiento. Había mártires que cantaron en la boca de los leones. Había vírgenes, lo más extraño de todo. También predicadores que habían viajado a tierras donde ya tenían dioses y otros que se castigaban a sí mismos clavándose agujas o abriéndose llagas. Al llegar al Cielo serían recompensados integrándolos a los coros divinos y permitiéndoseles que cantaran alabanzas al Señor ¡por toda la eternidad!. Cuando me entero de cuál es el premio por tanta devoción y tantos heroicos desvelos me siento profundamente decepcionada: yo ya sé lo que es cantar en el coro de la escuela.

En el cielo de
la Iglesia hay pinturas. Es un cielo abovedado como el cielo de la pampa. Me pierdo mirándolo. La pintura que más me interesa es la de la Sagrada Familia huyendo a Egipto. Los acompaño en la preocupación y trato de penetrar su inquietud pero se los ve serenos considerando su condición de fugitivos. Los tres miran a cámara y el burro tiene una cabeza desproporcionadamente grande. El Niño Dios, tan chiquito, ya bendice. Una gran mancha de humedad, amenazadora, se alza sobre el horizonte. Un tiempo después, la Humedad alcanzará a la Sagrada Familia, los tomará  prisioneros y comenzará a descascararlos lenta, cruelmente. Después seguirá con la Anunciación y las magníficas alas no le servirán al Arcángel Gabriel para escapar del cielo carcelero. Y hasta se atreverá con el mismo Cristo resucitado, más allá, sobre el altar, y resultará victoriosa sobre él. Finalmente, una decisión terrenal ordenará demoler la bóveda celeste, picarla centímetro por centímetro, y construir un nuevo cielo de color crema, pálido y liso. Desde entonces, desespero de aburrimiento en los sermones. No entiendo el cielo prometido. No sé cuál santo se levanta la túnica impúdicamente y me muestra una herida en su pierna. Me desoriento. Cuando yo me corto me curan con alcohol y me cubren con gasa o con curitas. ¿Habrá que ganarse el Cielo con las rodillas lastimadas?. 
 Mientras tanto, evalúo la extensión de mi aburrimiento y el tono de voz del padre para calcular si está por dar fin al sermón. El Cielo me parece inalcanzable: para ganárselo hay que herirse, o no sentir miedo ante las fieras o irse a tierras de extranjeros. Además, el Cielo no es nunca el cielo gozoso de los Evangelios. Todo lo ve Dios Padre, el de las terribles iras. Frente a él, su Divino Hijo inclina la cabeza y la Virgen María no dice ni mu. Él descarga epidemias, ordena al fiel Abraham ¡matar a su propio hijo!, abre los mares y castiga a su pueblo con exilios y guerras. Es demasiado poderoso y demasiado cruel. No me gusta.
Pero así y todo se me convence de que hay protección del Cielo sobre la Tierra: para cada alma hay un ángel de la guarda. Se dice que si uno gira rápidamente la cabeza y tuerce los mirada, verá al suyo. A mí, mi ángel de la guarda me atemoriza. No quiero que haya alguien a quien yo no puedo ver  detrás mío todo el día. Lo sé bien cuando es de noche y debo cruzar el patio a oscuras adelantando el cuerpo para ir más rápido y que mi ángel no me toque la espalda.

Más le temo al iracundo Dios Padre que al mismo Infierno. Porque al Infierno no debo imaginarlo, al Infierno puedo verlo, está al lado mío y es real y concreto.  El Infierno sería elinfierno del chico de Matías, de quien se murmuraba que recibía terribles palizas de su padre (yo buscaba en sus ojos la verdad de aquellos rumores). El Infierno era salir de la escuela y correr temiendo que mis padres ya se hubieran ido, sin esperarme. El Infierno eran los piojos de los Rosales (“es un infierno” protestaba mi madre) siempre imbatibles y resucitados aunque nos echara DDT y nos hiciera dormir peinados con querosén.
Después, el Infierno fue el de los inundados, evacuados a los vagones del ferrocarril, y el de los chicos de Villa Sandalio, descalzos sobre la tierra reseca y polvorienta de enero. Y luego serían las cárceles y lo que sucedía dentro de ellas, Vietnam, la pobreza de los marginados, la explotación de los que trabajaban, Biafra, el Pentágono. Un poco después, el Infierno abriría sus puertas  de par en par cuando fueron abiertas las del camión frigorífico  con su carga de asesinados por la Triple A, colgados de los ganchos como reses. Y luego el Infierno ardería por toda la Tierra y no tendrían escapatoria los perseguidos por causa de la justicia, quienes morirían en las mesas de torturas o fusilados en noches tenebrosas. El Infierno sería también el de quienes lo habíamos entrevisto y sabíamos que ese infierno existía. Porque habíamos hecho algo para merecerlo: habíamos imaginado otro Cielo. 

Un Cielo real y concreto, el revés del Infierno verdadero. Un Cielo de leche y pan, de largas mesas tendidas, de alegría, de pies calzados. En ese Cielo no habría niño abandonado ni viejo desvalido. El trabajo no sería nunca más una condena y nadie moriría de una muerte que no fuera la suya, ni antes de tiempo ni inútilmente. Ese Cielo aún no estaba pintado, aún no estaba construido, pero el primer paso para que existiera era desearlo. Sería un Cielo enorme, de horizonte a horizonte, bajo el cual todos cabríamos para gozar de sus tonos de luz, sus estrellas y sus pájaros.

Después, yo volvería a comprobar que el Infierno, como siempre, ocupa su lugar aquí en la Tierra. Y el Cielo sigue inalcanzable.