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viernes

Chanchos frente al tribunal

¿Se imaginan elevar una demanda judicial contra el perro que los mordió, no contra el dueño del perro? ¿O acusar de  lesiones graves  al caballo que tiró al jinete y le produjo fracturas? ¿O enjuiciar y  pedir condena contra unos chanchos que  hubieran comido y destrozado un maizal?
Resulta  surrealista para nosotros pero no lo fue en la Edad Media, en  Europa. Se lee en el libro “La Pachamama y el humano”, de Eugenio Zaffaroni, que los juicios contra animales  no fueron infrecuentes entonces. Las culpas podían recaer sobre chanchos, mulas, burros, vacas, que hubieran estropeado cultivos o cometido cualquier ataque a humanos o a sus propiedades, y también en coautoría la prohibidísima zoofilia, por la cual el humano y el animal eran enjuiciados juntos.

Cuenta Michel Pastoureau que uno de los juicios contra animales  más célebres fue el de la chancha de Falaise, una localidad de Normandía, en Francia. El delito por el que se la acusó (sí, a una chancha) era gravísimo: había  devorado partes de un bebé, provocándole la muerte. La pobre chancha fue martirizada y finalmente ejecutada,  acto solemne para el que se la vistió con calzas y chaqueta. 




Es  tan disparatado que parece salido del País de las Maravillas, el de Alicia, donde hay orugas y  Liebres de Marzo vestidas como caballeros,  pero no era literatura en tiempos en que los animales eran considerados seres con cierta  responsabilidad moral, hijos de la Creación. Otros animales fueron acusados y condenados por delitos colectivos como  los gorgojos y las langostas que asolaban los cultivos, y las ratas que comían o destrozaban las despensas.


En la América colonial también existieron estos juicios como el sustanciado contra las termitas que devoraron los cimientos de un convento franciscano en Piedade do Maranhão, en Brasil.  Acusadas que fueron en 1713  tuvieron su legítima defensa: se argumentó a su favor que las termitas solo proveían a su propia  alimentación y que los responsables de cuidar debidamente el edificio del convento eran los contemplativos e inactivos  monjes, por lo cual se les conminaba a arreglar las paredes y cimientos y a darles a  las termitas un buen tronco de árbol que las alimentara lejos del edificio.


Pero llegado el tiempo de la Razón la responsabilidad moral que les hubiera podido corresponder a los animales desapareció.  Sin embargo, a mí me ha venido a la memoria que cuando yo era chica había en mi casa un caballo de nombre Cacho. Cacho (y mis hermanos no me dejarían mentir) era el caballo más mañero de la Creación caballuna y hacía con nosotros, niños que lo montábamos, lo que él quería y no lo que le ordenábamos; pienso que sus desobediencias hubieran necesitado algún correctivo legal, aunque no el cadalso, porque sus faltas de haragán no eran tan graves.  También me acuerdo de las abejas que en ciertos veranos nos cortaban el paso en las cercanías de sus colmenas y me imagino que se podrían haber sumado a alguna ceremonia religioso-judicial contra insectos asoladores. Pero al que hubiera mandado a la cárcel derecho era a un gallo matón que nos tuvo a maltraer corriéndonos a picotazos alrededor de la casa no más queríamos salir a jugar. Para que aprenda.