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martes

Editar libros, destruir libros: la trastornada maquinaria editorial

Para Contrahegemoniaweb
El libro impreso tiene en la cultura un papel preponderante.  No lo ha perdido a pesar de la tecnología y los entornos digitales, y en países como Argentina, donde esos entornos son desiguales o pobres, el libro sigue establecido en un eje central también para la educación.   Leer libros retiene toda la potencia de la destreza  intelectual que implica y el prestigio como transmisor  privilegiado de la cultura, aunque no sea exclusivo. Ese carácter tan bien observado en épocas autoritarias en cualquier país fue claro en el nuestro,  cuando la dictadura hacía razzias de libros y los quemaba en hogueras públicas en Córdoba, Rosario, Entre Ríos o Mendoza, como se jactaba de mostrar ante la prensa y público destinatario. Ardieron en la hoguera 1 millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina, o los desaparecieron como a personas, tal como a otros miles de la editorial Eudeba, en Buenos Aires.
Pero en estas épocas no los queman las dictaduras sino que los extermina  la propia maquinaria editorial.  Suena contradictorio que quien los publica  los destruya pero desde hace unos años se ha ido conociendo que las grandes editoriales llevan adelante la destrucción de sus stocks en depósito como hábito establecido. Esta destrucción silenciada, de guillotina y trituradora de papel,  ha ido llegando a los medios que con más o menos justificación cuentan sobre ese exterminio de libros al que resulta inevitable  asociar con las prácticas de la dictadura, razón por la cual algunas editoriales se niegan a hablar del asunto. También se va haciendo conocida porque algunos autores, avisados por las editoriales de que sus obras no vendidas serán hechas picadillo, las rescatan para donarlas o regalarlas, o incluso para asociarse entre ellos y armar ferias donde ponerlos nuevamente  en circulación. 
Algunos cálculos y estadísticas de otros países, ya que no sucede solo en Argentina, arrojan cifras de espanto. En España, por ejemplo, con datos de 2013, se publicaron más de 246 millones de libros (ejemplares, no títulos). Pero los editores vendieron solo 153 millones de ejemplares. ¿Adónde fueron a dar, dónde están los 93 millones de libros de diferencia? No están guardados y semejante cantidad no se donó ni fue a parar a las mesas de saldos. Nadie habla, no se cuenta, no se dice. Solo se susurra que pasaron por las picadoras de papel.
Pero, ¿por qué se destruyen libros?
Un destino de trituradora para convertir lo que fue una obra intelectual en maple de huevos o en tetrabrik  no es de antes, no sucede desde siempre.  Hará una década o algo más que está siendo conocido, y en realidad no mucho más que se lleva a cabo porque es una práctica destructiva que acompaña las profundas transformaciones del “mercado del libro” y las dinámicas editoriales de los últimos veinte años.
Desde los 80, y hablando de editoriales de literatura general, se fue operando globalmente una hiperconcentración de sellos que tuvo como resultado la conformación de enormes empresas multinacionales de la edición. En 2013 el conglomerado alemán Bertelsmann y el inglés Pearson  fusionaron sus empresas creando Penguin  Random House, PRH, la empresa editora más grande del mundo (actualmente Bertelsmann es dueña del 100% de la empresa), a la cual pertenecen unas 250 editoriales en los cinco continentes. PRH Grupo Editorial, la división en idioma español, absorbió sellos desde la A, empezando por Aguilar y Alfaguara, hasta finales del alfabeto con Vergara, pasando por emblemáticas editoriales como Grijalbo, Lumen y Sudamericana entre muchas más, constituyéndose en un polo en castellano superconcentrado. La absorción continuó sumando al Grupo Santillana y todavía no ha finalizado los movimientos.
El otro polo lo constituye Planeta. Este grupo español, editorial y de medios,  absorbió desde los años 80  a 64 sellos, entre los más conocidos a Seix Barral, Paidós y Emecé y a la histórica Espasa.  Y así quedaron conformados los dos enormes grupos como los únicos que pueden competir entre sí en Latinoamérica y en España y Portugal, muy lejos de otras editoriales medianas y pequeñas.
La constitución de esos grupos multinacionales tiene como consecuencia que acumulan en sus catálogos  a los escritores más renombrados y por supuesto a los best sellers, a los Premios Nobel y a otros premios de relevancia, y controlan la edición de la literatura en castellano.  Según datos del Libro Blanco de la Cámara Argentina de Publicaciones, en 2014 las grandes empresas,  definidas como las que publican más de 100 títulos al año,  eran el 11% del total de las editoriales pero publicaron el 55% de los títulos en el país. Y la  encuesta 2015 de librerías de la Ciudad de Buenos Aires, realizada por el Gobierno de la Ciudad, mostró que de los 30 títulos más vendidos 12 pertenecían al Grupo PRH y 13 al Grupo Planeta.

El imperativo de la “novedad”, que es el que más vende, se impone en las mesas, en los suplementos culturales de diarios y revistas, en la publicidad callejera, en los programas de radio y TV, en las entrevistas pautadas para los autores en unas recorridas frenéticas por los medios que duran lo que dura la “novedad”.

Esta dinámica de una tras otra es simplemente imposible de seguir por los lectores y libreros: estos últimos no alcanzan a ubicar el último título cuando ya les entregaron el siguiente. Se trata de unas tiradas masivas (en promedio desde más de 3000 ejemplares hasta 20.000 o más, y con frecuencia de libros de venta rápida porque siguen ciertas situaciones o a ciertos personajes públicos) que tienen como finalidad ocupar espacios mediáticos y de exhibición, ni más ni menos que como si fueran góndolas de supermercado,  pero a los que hay que desplazar de las mesas y llevar a depósito  en brevísimo tiempo. Esas tiradas no son un error de cálculo  sino que están calculadas con ese efecto,  y todos los ejemplares que sobren, que no se vendan, que no sean saldados, y que llenan los depósitos hasta terminar en la picadora de papel,  se asumen  como “efectos colaterales”. 

¿No hay nada más, aparte de destruirlos,  que se pueda hacer con los libros sobrantes? La industria editorial ni se lo plantea.  “No es rentable donarlos, representaría una gran cantidad de trabajo y de dinero. Es más barato destruirlos”, dice Pere Sureda, quien era el responsable de la colección La Otra Orilla de la editorial Norma. Sureda, ya desvinculado de Norma, calculó que “un millón de libros fueron destruidos el año pasado” (Clarín, 2012).
Llevar libros a la trituradora de papel despierta broncas y angustias justificadas. Los primeros angustiados son los mismos autores que retiran de los depósitos lo que pueden cuando reciben el ominoso aviso de próxima guillotina. También hay que señalar que a veces son los mismos escritores quienes acuerdan la destrucción por contrato si sus libros no se vendieron o si cambian de editorial.  Por otro lado, una iniciativa que despertó debate en el mundo literario fue la del Grupo Alejandría, que elaboró  un proyecto para intermediar entre las editoriales y las bibliotecas/centros culturales/educativos, haciéndose cargo de seleccionar  y disponer los textos del descarte editorial para la donación. 
Pero el escritor y traductor argentino Erich Schierloh discute en una nota contra estas opciones y luego da en el clavo: la  verdadera alternativa es no editar de esa manera, bajo lógicas que arrasan con los espacios y la atención del público, y con el imperativo de la acumulación, el control del mercado y el lucro. “Son como la pesca de arrastre”, dice Schierloh hablando de las tiradas masivas y de su cometido de vender como sea un piso de cierta cantidad sin importar lo que haya que tirar después. También editor artesanal él mismo, llama a no naturalizar la destrucción de libros,  y recuerda que esta es una práctica ausente casi por completo en las editoriales independientes, cuyas lógicas se basan en la edición como oficio, la pequeña tirada,  la difusión y venta próximas al lector y la búsqueda de estrategias para que el libro permanezca en circulación.
Esas pequeñas editoriales independientes, que en su mayoría nacieron y se desarrollaron luego de 2001,  han logrado establecer un sector que parece consolidado y que pudo editar el 11% de todos los títulos publicados en 2016.  Emergentes de una cultura autogestiva crearon las combativas FLIA (Feria del Libro Independiente y Autogestivo) que se extendieron por todo el país, y más recientemente las FED (Feria de Editores) que abren espacios y dan visibilidad  a numerosas editoriales pequeñas. Se asocian, a veces con otras medianas, para compartir los costosos stands en las grandes ferias tradicionales como hacen Los Siete Logos, o comparten difusión, ediciones y librería como La Coop.
Estos son sistemas y ética editorial cercanas a quienes amamos los libros. Para quienes amamos los libros porque leyéndolos descubrimos, gozamos, conocemos y reflexionamos,  tanto como anudamos afectos y horizontes con la lectura, editarlos para luego destruirlos es una perspectiva cruel e innecesaria. Se rebela la memoria que recuerda haberlos escondido, enterrado,  quemado y también intercambiado en acto de resistencia. Y destruirlos cuando innumerables lectores que los necesitan y los desean no pueden comprarlos resulta tan provocador como tirar leche en las rutas.
Pensar y construir alternativas a esa dominancia cultural empieza por no naturalizar la forma de editar de los grandes editoriales comerciales, dejar al descubierto su forma de producir libros, el libro-mercancía como una más de la absurda producción de mercancías del sistema, y buscar y  acompañar otras maneras de ser de los libros.
Isabel Garin

miércoles

Hurgar en bibliotecas ajenas

Como decía Marguerite Yourcenar, una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca. La suma de sus libros constituye una radiografía, un retrato, un mapa del alma de su poseedor. Cada biblioteca revela al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador.


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Un “consejo” para promover la lectura, atribuido al cineasta John Waters, en su traducción más difundida la del español peninsular— dice así: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. Más allá del chiste, está claro que para los amantes de la lectura no es lo mismo llegar a una casa donde hay libros que a una donde no los hay. En cuanto descubre la biblioteca, el visitante lector está a la espera de poder curiosear entre sus estantes, al menos echar un vistazo furtivo y fugaz para hacerse una idea de qué títulos y autores pueblan el lugar.
La biblioteca es una especie de mapa del alma de su poseedor, una radiografía, un retrato. A menudo también una biografía. “Podés armar las vidas de las personas en función de sus bibliotecas”, asegura en una entrevista el uruguayo Marcelo Marchese, dueño de una librería de uCsados, quien, como tantos otros en su rubro, suele abastecer su negocio comprando colecciones particulares.
“Descubrís a qué se dedicaban, si se divorciaron, si tuvieron hijos… añade Marchese. Me pasó de descubrir a un hombre que tenía un vínculo con el fascismo italiano y otro que tenía un carné de afiliación al partido nazi. Siempre pienso en escribir un cuento en el que el librero descubre un crimen en función de una biblioteca”.

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Sin llegar a detective, como el librero del cuento que quizá Marchese escriba alguna vez, uno puede convertirse en “inspector de bibliotecas”. Ese grado alcanzó, según el escritor Antonio Gamoneda, el periodista Jesús Marchamalo, quien hace una década comenzó a publicar en el periódico madrileño ABC una serie de artículos titulada “Bibliotecas de autor”, destinada a describir las colecciones privadas de autores consagrados. Cuatro decenas de esos textos fueron reunidas luego en los volúmenes Donde se guardan los libros (2011) y Los reinos de papel (2016). En el prólogo del primero, Marchamalo escribió:
Cada biblioteca se rige por una serie de códigos, unos usos ni siquiera conscientes, caprichosos la mayor parte de las veces, que acaban señalando al lector, y que hablan de sus afanes y rarezas. Decía Marguerite Yourcenar que una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver sus libros. Y creo que es verdad. En el caso de los escritores se añade además la sospecha fundada de que sus bibliotecas esconden una parte del mapa del tesoro. De su manera de plantearse y entender la literatura.
En sus textos, Marchamalo no solo refiere los libros que conforman las bibliotecas, sino también las peculiaridades que los rodean: soldaditos de plomo entre los volúmenes de Javier Marías, cientos de muñequitos infantiles entre los de Fernando Savater, la “biblioteca portátil” en la que terminó convirtiéndose el asiento trasero del coche de Luis Landero, los ejemplares destrozados por el perro de Soledad Puértolas… Detalles que también hacen, sin duda, al retrato de cada lector.

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En un artículo titulado “Un Borges tuteado”, la argentina María Moreno narra la ocasión en que viajó a París y se alojó, ella sola, en la casa de un compatriota amigo, quien a su vez estaba de viaje junto a su pareja, un francés. La biblioteca era enorme, describe, y contenía a muchos autores franceses que ella había leído a conciencia. Pero estas ediciones estaban, por supuesto, en su idioma original, que Moreno no maneja: los nombres de las editoriales y colecciones que ella solía ver “en la segunda página, un poco más arriba de la fecha de edición” (La Pléiade, Gallimard, Le Seouil, Grasset & Fasquelle) aquí estaban en los lomos.
“No había ningún libro en castellano. Sentí una especie de resentimiento, de antiimperialismo doméstico, que seguramente me hacía torcer la boca”, explica la autora. Hasta que por fin reconoció una edición de Anagrama en la pila acumulada sobre la mesa de noche: El factor Borges, de Alan Pauls. Lo supuso “como un talismán”: “La carta en la manga que mi amigo atesoraba de una lengua en minoría frente a la que se repetía en la biblioteca ‘dominante’ y es por eso que debía velar como una lámpara sobre la mesa de luz”.
Cuenta Moreno que lo leyó de un tirón y que, a medida que lo hacía, se fue “poniendo cómoda en el departamento”. Es decir, necesitaba encontrar en esa biblioteca ajena un libro de los suyos, un libro para ella, quizá porque solo en ese momento se sintió de verdad en casa de un amigo, es decir, porque después de estudiar la radiografía que era esa vasta biblioteca dio con el detalle que le permitió reconocer la presencia del amigo que le decía: “Ponete cómoda, estás en tu casa”.

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Tan bien describen algunas bibliotecas a sus dueños que algunas lo hacen incluso físicamente. En La casa de los veinte mil libros (2014), Sasha Abramsky homenajea a su abuelo, Chimen Abramsky, propietario de una casa que, a través de las décadas, fue tomada por los libros. Describe que “algunas de las habitaciones habían dejado de tener cualquier utilidad práctica: la flora bibliográfica había crecido de forma exuberante”.
En esos casos, la solución de Chimen fue simple: cerrar los cuartos con llave y ocultarlos de la vista. Pero en una ocasión en que el hombre entraba en uno de esos cuartos clausurados, una de sus nietas “entró a hurtadillas detrás de él [y] lo vio desaparecer por entre las pilas de libros, por un túnel que, juraba ella después, tenía exactamente la forma de su silueta”.
A propósito de espacios clausurados: ¿acaso los lectores no tenemos siempre por ahí algún que otro libro del que no nos enorgullecemos nada, o que directamente nos da un poco de vergüenza? ¿Acaso no los solemos guardar en cajones o en compartimentos ocultos, para que no nos descubran? Y es que esa forma del voyerismo, la pasión por hurgar en bibliotecas ajenas, es prima hermana del exhibicionismo: el placer de que alguien llegue a mi casa y se detenga a observar mi biblioteca como una forma de estudiarme a mí. Aunque, desde luego, como bien nos enseñó el psicoanálisis, no controlamos todo lo que expresamos. La biblioteca constituye un discurso que dice mucho más de lo que se propone la voluntad de su poseedor.

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A lo mejor, de hecho, la biblioteca no sea solo un mapa del alma de su propietario, sino incluso un pedazo de ese alma. Quizá por eso la venta de la biblioteca de alguien que ha muerto resulta a menudo, para sus familiares, una parte del duelo. “Muchas veces lloran cuando se desprenden de esos libros, y eso es difícil de soportar para el librero. En ese momento vos estás terminando de matar a su familiar”, apunta Marcelo Marchese, el librero uruguayo, habituado a atravesar situaciones dramáticas de ese tipo.
Por todas estas razones, cada vez que puedo hurgar en la biblioteca de alguien me siento además de curioso, quizá fisgón, a veces indiscreto y muchas veces, no lo negaré, envidioso un privilegiado. Cada biblioteca revela, en su silencio, al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador. Eso también es saber leer.


(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. Ha publicado la novela breve Támesis (2007) y el libro de cuentos Partidas (2012)

sábado

Los lomos de los libros, campo de batalla y obra de arte

Los editores se dividen en dos bandos irreconciliables: los que creen que el rótulo
en los lomos de los libros deben poder leerse de abajo hacia arriba y los que opinan lo contrario. Pero además hay quienes convierten ese espacio en obras de arte y hasta quienes los transforman en poesía.

Por Cristian Vázquez - Letras libres


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Alguien se para ante un estante con libros y, para poder leer con claridad el nombre del autor y el título en el lomo del primer volumen, inclina un poco la cabeza hacia un lado. Luego la vista pasa al siguiente libro, y luego al siguiente y al siguiente. En algún momento, en el segundo libro, o en el quinto o en el décimo, inevitablemente, tendrá que mover la cabeza, inclinarla en el ángulo contrario. Y después volver a la inclinación primera. Y, más tarde, volver a cambiar. Así, la persona que quiere conocer el contenido de una biblioteca se descubre a sí misma moviendo la cabeza como los perros cuando quieren escuchar mejor.
Entonces uno se pregunta: ¿cómo es posible que los editores no hayan acordado hasta ahora un sentido en el cual escribir los lomos de todos los libros? La respuesta la da Mario Muchnik, mítico editor argentino radicado desde hace décadas en Madrid, en su libro Oficio editor, de 2011:
“Dos escuelas rivalizan en cuanto a este elemento esencial del libro [el lomo]. Por un lado están quienes sostienen a muerte la idea de que el rótulo del lomo de los libros ha de ser puesto de manera que se lea de abajo hacia arriba. Por el otro, quienes sostienen a muerte lo contrario: de arriba hacia abajo. Conozco amistades que se han roto a causa de este diferendo insubsanable”.

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La tradición de escribir en los lomos de manera tal que se lean de abajo hacia arriba corresponde a lo que se llama la escuela francesa o latina. El fundamento es el siguiente: los distintos tomos de una obra o colección deben colocarse en el estante de forma correlativa y de izquierda a derecha, que es el modo en que leemos. Solo con lomos que se leen de abajo arriba sus textos quedarán en orden uno debajo del otro, como si fueran los renglones de una página.
La corriente opuesta es la anglosajona. Señala que si los libros se apoyan en cualquier superficie con la portada hacia arriba, los lomos a la francesa quedan al revés. Para que eso no suceda, deben poder leerse de abajo hacia arriba —aducen estos editores—, para que se lean bien cuando más cerca de los lectores se encuentran: apoyados sobre una mesa a la espera de que se retome la lectura, expuestos en los escaparates de las librerías, cuando se trabaja con ellos durante semanas…
“Que cada editor haga como quiera —pide Muchnik—, pero que sea coherente y no vaya cambiando de un libro a otro”.

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El diseñador inglés Joseba Attard, que lleva varios años trabajando en España, ratifica que los editores de la mayoría de los países europeos adscriben a “la escuela francesa”, mientras que los de Gran Bretaña y Estados Unidos toman partido por la contraria.  Dice haber hecho un pequeño experimento: analizar su postura al tener que inclinarse para leer lomos de ambos tipos. Concluyó que tuvo que inclinarse menos para leer los lomos anglosajones, por lo cual siente que esta es la posición “más natural”.
Sin embargo, a otros blogueros les parece “más natural” inclinar la cabeza hacia la izquierda, que es lo que hay que hacer para leer los lomos latinos. Yo comparto esta misma sensación. Y seguramente no hay nada de “natural” en ello, sino puros usos y costumbres.
Por curiosidad, decidí echar un vistazo para ver qué opción predomina en mi biblioteca. Tomé como muestra uno de los cuatro muebles que la componen. Tras excluir la minoría de volúmenes gordos en los que el título y el nombre del autor aparecen en posición horizontal, el resultado es muy parejo: los de lomo latino constituyen el 53% del total y los anglosajones el 47% restante. Eso sí: tengo unos veinte libros en inglés y todos respetan esta última tradición, la que obliga a inclinar la cabeza hacia la derecha para leer sus lomos de arriba abajo.

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Además de ser un campo de batalla para los editores, los lomos de los libros, con un poco de creatividad, se pueden convertir en auténticas obras de arte. De eso se encarga, por ejemplo, la empresa Juniper Books, que diseña sobrecubiertas de manera tal que el lomo de cada volumen es pieza de un rompecabezas que adorna toda la biblioteca. Así, la colección de los libros de Jack Londonconforma con sus lomos un cuadro con el rostro de Jack London acompañado de muchos de sus personajes.

librosjacklondon


Y también se puede jugar con los lomos de los libros como lo viene haciendo Nina Katchadourian desde 1993, con su proyecto Sorted Books: construye poemas con los títulos en los lomos de los libros, algo así como una vuelta de tuerca a la clásica consigna del cadáver exquisito. “Lomopoesía” lo llamó en su blog la española Elena Rius. Hice un intento con libros de mi biblioteca y me salió esto:

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A ver quién se anima a construir también su propio lomopoema. Por supuesto, les pasará como a mí, que tuve que colocar algunos libros boca arriba, pues seguían la tradición anglosajona, y otros boca abajo, dado que respetaban la costumbre latina. En este caso, fueron mayoría los primeros: siete de los diez que usé —editados por Seix Barral, Debolsillo, Alpha Decay, Muerde Muertos, Sudamericana, Alfaguara y Emecé— formaron parte de ese grupo. Solo tres —Plaza & Janés, Almagesto y otra vez Alfaguara (“que sea coherente y no vaya cambiando de un libro a otro”)— lo hicieron a la francesa.
Hay una posibilidad más: hacer como Alberto Laiseca y forrar todos los libros con papel blanco. Además de dificultar los robos, como quería el autor de Beber en rojo, la técnica quizás evite dolores de cuello.

viernes

CORRIENTES Un cuento de lectores

          Soy pescador desde chico. Mi padre me despertaba oscuro todavía para llevarme con él al río, y me enseñaba a tirar la línea que arrancaría de la corriente a esos dorados que se agitaban unos momentos en tierra, mojados y tornasoles. Yo aprendía a esperar. Que amaneciera primero, que en el río se marcaran sus calles de agua  después, y luego que sus movimientos secretos trajeran los peces. Entonces yo soñaba con pescarlos y poder hacerles una marca. Soñaba con  marcarlos,  arrojarlos al agua de nuevo y volver a pescarlos río abajo sólo para poder reconocerlos.
Así que no hay nada tan mío como  ese llamado de pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo conozco como al  otro, con sus meandros, sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde, ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos  y hay poca gente que se les anima.  Entonces,  los vigilantes  flotan en un vapor de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco el libro entre centenares de libros y lo hallo.  Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido que lo que los ojos puedan ver, y  me llevo mi pez conmigo.
Quien no haya pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para  otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo pesco el libro y me lo llevo  a casa  porque  digo que por el agua navegan peces, camalotes,  canoeros y libros.   Y que   el río está  corriendo día y noche, sólo hay que acercarse a la ribera con  línea y anzuelo  y  tomar del agua lo que el agua lleva. 
Pero no me olvido que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro.  Mido a la guardia,  cruzo de vereda si hace falta,  cruzo los libros de estantes, dejo los más caros  en las mesas de  ofertas,  mezclo filosofía  con ciencia ficción  y misterio con psicología, dejo poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los  macbeths... Pero antes de devolverlos les hago una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés.   Y  después, con el corazón mojado,  los lanzo al agua.
 Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible.  Pero estaba en otra librería, en una librería diferente a aquella en donde yo lo había dejado.  Es  que el  río corre para todos y claro que  hay muchos  pescadores...  


Isabel Garin