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domingo

Sinfín, una novela de Martín Caparrós


(Para Contrahegemoníaweb). Ser mortales,  y saberlo, es el eje de la condición humana. O lo era, hasta que a fines de este siglo el ser humano ha alcanzado la inmortalidad.  Cómo ha llegado a ella es lo que investiga una “relatora”, lo que antes se llamaba periodista, que busca los ocultos antecedentes del más formidable logro humano: no morirse más. 

El mundo presenta  entonces importantes reconfiguraciones políticas y sociales: Europa se disgrega, con Estados que no tienen poder sobre sus territorios, al mismo tiempo que se ve invadida por desesperadas muchedumbres africanas que huyen de su continente. Estados Unidos continúa su larga y patética decadencia, y Latinoamérica ha formado Latinia, una inestable y empobrecida unión de países. China domina el mundo.

Justamente, es chino el nombre de la inmortalidad alcanzada por la ciencia y la tecnología: 天 Tsian. Aquella relatora comienza a tirar el hilo de los ya lejanos  comienzos de la investigación científica en laboratorios, busca y entrevista a las personalidades que fueron creando y recreando el camino de la vida eterna, y las leyendas a su alrededor; conoce a los primeros y exclusivísimos casos que obtuvieron su Tsian, inalcanzables para las mayorías por costosos y privativos, hasta la masividad que determinó e impuso China. En este camino, son  brillantes  las descripciones  de la ubicua tecnología, la fluidez de los cuerpos y los géneros, el intercambio social y personal, lo transcorpóreo, las realidades virtuales caras y cómodas para vivir sin asomarse a las tremendas realidades de las calles.

De esta manera  la potencia de Sinfín, contada como crónica,  se genera en la verosimilitud  de una futura realidad política, social y tecnológica nacida de nuestro presente: el mayor logro humano en medio de un mundo desigual, violento y peligroso. Y así resulta que  haber alcanzado la utópica inmortalidad, ubicada en ese contexto,  es una inteligente y aguda distopía, y de esto podrían dar cuenta los interrogantes  y dudas a las que al final arriba la relatora.

Y una pregunta se desprende, a la que Sinfín ya da su respuesta: ¿no es posible imaginar otro mundo mejor que este para el futuro? ¿No se puede crear y creer en un futuro mejor, con o sin inmortalidad?


Sinfìn, Martín Caparrós. Literatura Random House, 2020.

jueves

Ladrones de gallinas. Los hambrientos frente a los jueces

Para Contrahegemoniaweb
El humor, la literatura y el cine lo cuentan mejor que los informes oficiales o las estadísticas: cómo unas circunstancias desesperadas convierten en ladrones a los pobres y los obligan a robarse unos a otros. La Ley de Flagrancia hace de ellos la carne de un sistema penal cada vez más acentuado en gestionar ciertos delitos de la pobreza que la situación social hace crecer sin límites. La realidad se parece muchísimo a la ficción.
Nacida en los fondos con gallineros de las casas de los pueblos o del conurbano, la expresión “ladrones de gallinas” alude a los ladrones menores que pueblan las cárceles en contraposición a los ladrones grandes, los que comenten delitos importantes o peligrosos, y que relacionados con el poder nunca son encarcelados. También alude a un ladronzuelo no temible, conocido en los pueblos o barrios, más pillo que delincuente (como bien dice el chiste contado con variantes), que anda rondando las oportunidades que dejan las puertas abiertas, las cosas olvidadas en los patios, algún descuido, para hurtar un triciclo, una pala, ropa tendida en la cuerda.
Extrañamente nunca alude al hambre. La suposición que subyace pero que no emerge es que el ladrón de una gallina se la roba para comérsela y porque no puede comprarla. Lo sabe bien Condorito, que es de orígenes humildes. Y también sabe bien, como todos los pobres, lo fácil que es que los ladrones de gallinas vayan a dar a la cárcel (y que el carabinero se dé el festín).


En estos tiempos descarnados los ladrones de gallinas que dan sus primeros pasos como tales pueblan las fiscalías y juzgados como nunca antes. Autores de pequeños robos, delitos menores tan menores que a veces quedan absueltos por insignificancia, o reciben probation, o alguna obligación como la de concurrir a la escuela. Ellos son la carne de un sistema penal cada vez más acentuado en gestionar ciertos delitos de la pobreza que la situación social hace crecer sin límites. Muy lejos de las ilegalidades importantes y de ser delincuentes consumados se estrenan como ladrones impulsados por la necesidad y la desesperación. Personas al borde de la caída personal, familiar, laboral, o ya caídos de todos los sostenes económicos y vinculares, que se agarran de donde pueden para mantenerse en pie.
Fiel retrato de Antonio, que nunca ha robado nada. Antonio es un trabajador desocupado que por fin acaba de encontrar un trabajo: pegar afiches de publicidad en la calle. Este trabajo le exige tener bicicleta y él, ya sin recursos, ha empeñado la suya para que su familia pueda comer. En el apuro su esposa lo ayuda: empeña las sábanas de la casa y con ese dinero él rescata la bicicleta
La mañana que Antonio por fin comienza a trabajar es esperanzada y alegre pero no durará mucho: en un momento en que está pegando afiches un ladrón le roba la bicicleta. Antonio lo persigue, incluso con ayuda, pero el ladrón se esfuma con el rodado. Acompañado por su pequeño hijo, y por amigos y compañeros, sale más tarde en busca de ella por los mercados ilegales, los desarmaderos y los barrios adonde supone que puede encontrar al ladrón y recuperarla. Pero no lo logra. Desesperado, ve una bicicleta apoyada contra una pared y Antonio, que no es ningún delincuente, se decide a robarla porque sin una perderá el trabajo recién ganado. Pero al contrario de cuando él persiguió a su ladrón, a él sí le dan alcance, lo rodean, lo insultan, recibe algún golpe y se la quitan, avergonzándolo delante de su hijo.

Tal vez parecido a Javier, trabajador desocupado y padre de cuatro hijos, que igualmente robó una bicicleta. Una bici marca Aurorita rodado 20. A él, como a Antonio, también lo agarraron, lo llevaron a juicio por aplicación de la Ley de Flagrancia, y siendo la primera vez que cometía un delito le dieron probation y trabajo comunitario. Otro nuevo ladrón, Mauro, robó dos tiras de asado y unos paquetes de salchichas de un supermercado, y aunque el supermercado le siguió el caso al final fue absuelto por insignificancia. Alan, un changarín de 18 años sin antecedentes penales, tiene un hijito con asma. Llegó a un juicio por flagrancia porque robó dos canillas; en el juicio explicó que quería venderlas para comprarle al nene un aerosol Ventolín. Otro que intentó ser ladrón quiso romper el candado de una bicicleta pero fue visto por un policía y entonces trató de esconderse en un contenedor de basura. Frente al juez lloraba de hambre, flaco, desdentado y sucio.
No es la posguerra europea de la película pero la situación de les trabajadores es tan difícil como aquella, o más. Y la muestra es que los robos pueden ser patéticos: desodorantes, un termo, unas canillas, lámparas, como mucho una bicicleta o un celular, alcohol o cualquier bebida, tabletas de chocolates, salamines, salchichas, cualquier cosa que sirva para revender o directamente para comer. Como Vicente Ferrer, el que en Buenos Aires se llevaba sin pagar un queso y un aceite y fue muerto a golpes por dos vigiladores del supermercado Coto. Ladrones que no saben robar y salen desarmados a asaltar algún comercio con su sola amenaza, y muchas veces tan inexpertos que la policía los atrapa a pocos metros del lugar del hecho, con el botín encima.
Botín recuperado de un asalto sin armas a una panadería en Mar del Plata.
Gracias al orden con el que la policía lo muestra orgullosamente se lo puede contar: son 390 pesos.

Una ley para los valjeanes
Jean Valjean, un hombre joven de oficio podador, mantiene a la numerosa familia de su hermana que ha quedado viuda. Apenas puede llevarles algo para comer con su ocupación mal pagada hasta un crudo invierno en que no puede alimentarlos más porque no tiene trabajo. No tiene trabajo pero sí siete sobrinos, todos niños. Una noche da un puñetazo a la vidriera de una panadería, la rompe y roba un pan para llevárselos. El panadero lo advierte, lo corre y lo alcanza. Capturado, es condenado a cinco años de prisión transformándose en un número, el preso 24601. Sucesivos intentos de evasión de la cárcel le agregan años hasta que finalmente cumple diecinueve de condena por aquel pan robado.
Así comienza la historia de Jean Valjean, el protagonista de Los miserables (1862), novela de Victor Hugo que retrata la sociedad y las personas del S.XIX en Francia, la pobreza extrema, la crueldad contra los débiles, la injusticia y la desigualdad, la aplicación de la justicia y la ley, la búsqueda de la superación y la paz personal por parte del protagonista, y la situación política que lleva a la rebelión antimonárquica de junio de 1832 que cierra la historia. La magistral novela ha sido llevada al cine, el teatro y la televisión, y tiene numerosas versiones como musical, la última de 2012 para cine. Aquí, un pequeño fragmento donde canta Gavroche, un despierto chico de la calle en medio de su pobrísimo entorno:


Tal cual se cuenta en esa novela los sistemas penales siempre identifican bien a quién perseguir y sobre quién se descargan. No es la excepción el de Argentina que desde 2016 cuenta con esa Ley de Flagrancia, que ya desde antes se aplicaba con variantes en diversas provincias. La flagrancia, el que un delincuente sea apresado como Jean Valjean, en el acto de cometer la falta o poco después, corriendo con el pan bajo el brazo, es el punto nodal de la ley. La ley determina que si un delincuente es detenido in fraganti debe realizarse una audiencia oral y pública en menos de 24 horas con el objetivo de que se realicen juicios abreviados y se llegue a una rápida condena. En su momento el gobierno y en particular la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, cuyo ministerio había elaborado el proyecto, la presentó con bombos y platillos como la solución rápida y efectiva “para detener la ola de delitos y terminar con las puertas giratorias”, con un interés en ganarse la simpatía de la opinión pública a favor de la mano dura y señalando en particular al narcotráfico, caballito de batalla para justificar cualquier avanzada represiva. Pero, ¿qué ha pasado con su aplicación a tres años de sancionada por el Congreso?
Según un informe sobre la aplicación de la Ley de Flagrancia en la Ciudad de Buenos Aires, que fue comentado por algunos medios, de junio de 2018 a junio de 2019 el 90% de los casos delictivos judicializados fueron por delitos menores. En las fiscalías de flagrancia se sobreacumulan los miserables detenidos por primera vez en situación de robos o de hurtos, muchos en grado de tentativa, nuevos pobres desocupados, exchangarines, exobreros de la construcción, cirujas, exvendedores ambulantes corridos de un lado a otro, personas en situación de calle, todos los expulsados de la trama social a los que Victor Hugo podría perfectamente incluir en sus muchedumbres de mendigos, hambrientos y desarrapados de todo tipo.
Esos que llegan a los tribunales son los que ya se han quedado sin ningún recurso y no pueden aspirar a recibir alguno; a veces marginales que viven en la calle, con padecimientos mentales o adicciones para cuya cura los jueces no disponen de recursos: no hay camas disponibles para que sean internados o programas de rehabilitación adonde incluirlos, o los equipos de atención están ya abarrotados. En la ciudad de Buenos Aires la Unidad N° 28 del Servicio Penitenciario Federal, en la alcaldía de Tribunales, ve pasar cada día a decenas de esos detenidos en espera del juicio breve y veloz que tanto le place a la ministra Bullrich. Una cantidad de ellos fueron atrapados por primera vez pero si luego se convirtieran en reincidentes, y la situación ayuda mucho a esa posibilidad, quedarán atrapados en un sistema penal que los dejará señalados y que va a dificultarles todavía más insertarse en la vida laboral y social con normalidad. Las circunstancias se repiten en todas las ciudades del país, con sus juzgados de flagrancia colapsados de detenidos que afrontan un juicio sumarísimo del que volverán, si vuelven, a las mismas circunstancias por las que llegaron a él. Así es que esta ley resulta una herramienta para castigar a los pobres que delinquen para subsistir y criminalizar a los que protestan, tal como la analiza CORREPI.
Muy lejos de los grandes delincuentes que se sugiere perseguir otras veces los detenidos son los actores muy menores del narcotráfico, o mejor dicho las actrices: las mujeres que venden droga en los barrios para mantener a sus familias o que trabajan como mulas, los eslabones más débiles del narco que van a dar a la cárcel por infracción a la ley 23.737 de Estupefacientes y que conforman más del 43% de las causales por el que ellas son encarceladas, según informe del CELS.
Le servirán al Ministerio de Seguridad y al de Justicia esas persecuciones, esas detenciones realizadas muchas veces sin riesgo alguno, y las decenas de expedientes que diariamente se abren en los juzgados para mostrar el crecimiento de sus estadísticas. Lo que no podrán hacer es lograr que se acaben porque para eso serían necesarias medidas que nada tienen que ver con las persecuciones policiales y las penas legales, y sí con no tener hambre ni otras imperativas necesidades no cubiertas.
Como si la misma realidad fuera lo más mezquina posible y ya no quedaran gallinas, dos cirujas de Monte Grande entraron a robar a la casa de un jubilado que no tenía gallinero pero sí un palomar. El hombre los vio llevándose una bolsa con sus palomas, avisó a la policía y fueron detenidos. Frente al juez los dos compañeros de Condorito declararon que las llevaban a sus familias para comer porque no pueden mantenerlas con lo que juntan con el carro. Tal vez habría que dibujar de nuevo a los actuales ladrones de palomas y volver a contar aquellos chistes a medias graciosos, a medias patéticos, de los que robaban gallinas.

Isabel Garin

Fuentes:

sábado

Putas de literatura: qué ves cuando las ves

Isabel Garin (para ContrahegemoniaWeb)
La literatura ha incorporado a la prostitución desde siempre. Aún antes de ser literatura las prostitutas ya estaban presentes en los mitos, las leyendas y las religiones, como la María Magdalena en el cristianismo, entre muchas otras. ¿Cómo se escribe de las prostitutas, cómo las presentan los autores, con qué sensibilidades aparecen ellas y sus clientes, si estos aparecen, en las historias de distintas épocas? Y los lectores ¿cómo leemos esas historias, con qué sensibilidades las interpretamos? En algunas de las novelas y cuentos que se comentan más abajo se ha reflejado el imaginario social y literario acerca de ellas y sus clientes, dejándonos unas preguntas para autores y lectores.
De sacrificios y abnegaciones
Margarita Gautier agoniza, sola. La tuberculosis la arrasa. Su amor, Armando Duval, que va y viene en una relación atormentada con ella, sabrá más tarde, ya fallecida, de su sacrificio por él y su familia. Margarita es una refinada prostituta de los hombres de clases altas en el París de mediados del S. XIX, según la novela La dama de las camelias (1848), de Alejandro Dumas (h). El joven Armando pasa de ser cliente y esperar su turno a ser su enamorado, pero en una relación siempre tortuosa porque le demanda a ella una exclusividad imposible, envuelto en celos y disputas, y a ocultas o contrariando a su padre.
En las antípodas de los exclusivos ambientes de la vida de Margarita, Sonia, en cambio, no puede partir de un ambiente más pobre y miserable. Sonia Semiónovna Marmeládova, personaje de Crimen y Castigo (1866), de Fedor Dostowieski, es la hija de un padre alcohólico que no puede mantener a su familia y hermana mayor de niños que no tienen alimento ni abrigo. El ambiente que la rodea en su casa clama a los gritos que se inicie en la prostitución porque ella es la única que podría llevar así algún alivio a la familia. Cuando cede a ese mudo reclamo y por primera vez lleva algunas monedas con las que comer, su madrastra la abraza agradecida y conmovida, y su padre se atormenta de culpa y de vergüenza pero sin dejar por eso de emborracharse, ya irrecuperable.
Las dos son ejemplos de las prostitutas generosas y abnegadas, mujeres que en contraposición a la condena social que sufren son capaces de entrega personal por los demás. Así sucede también con Bola de Sebo (1880), un cuento de Guy de Maupassant, que se ambienta en la Francia ocupada por Prusia durante la guerra de 1870. La prostituta Bola de Sebo comparte viaje con ricos matrimonios burgueses que huyen de la zona ocupada, siendo ella la que a pesar de la patente reprobación con que la tratan no duda en compartir los alimentos que ha llevado. Al llegar a una posada un oficial prusiano les impide seguir viaje a menos que Bola de Sebo pase la noche con él. Bola de Sebo se niega a entregarse a un enemigo y ocupante de su país, y es entonces cuando las señoras ricas que no le hablaban empiezan a rogarle con insistencia que ceda porque ¿qué le haría una mancha más al tigre? Y los señores acompañan persuasivamente el argumento, todos dejando de lado las razones de moral política que ella esgrime y argumentando que si accede al requerimiento del prusiano le dispensará un bien a todos. Al día siguiente, cuando pueden reanudar la marcha después de que ella se violentara a sí misma por los demás, los hipócritas compañeros de viaje vuelven a despreciarla, sin siquiera mirarla y sin compartir con ella la comida que han llevado.


En las selvas y ciudades
En la literatura latinoamericana suele haber prostitutas nacidas y criadas en las selvas del realismo mágico. Unas criaturas salidas de la miseria y los abusos pero vitales y resueltas, que han tomado un destino de prostitución enteramente a su cargo y deciden sacarle todo el provecho posible en la mejor vida posible. Así lo toma la muy improbable Sayonara, protagonista de La novia oscura (1999), de Laura Restrepo. Todavía siendo una niña flaca y esmirriada ha llegado por el río a Tora, sin compañía, sin nombre, sin historia, aunque es posible deducirla. Tora es un pueblo colombiano desarrollado por las explotaciones de la Tropical Oil Company, y ahí sí, con los trabajadores petroleros, encontrará el trabajo y el poder que ha imaginado. La más tarde bautizada como Sayonara es tan niña al llegar que todavía ni siquiera tiene la regla cuando se planta frente a quien sea en busca de trabajo de puta. Tan decidida, tan niña y tan sola, la prostituta retirada Todos los Santos la toma a su cargo, para entrenarla y para esperar a que le crezca un poco el cuerpo. Cuando ha llegado el momento, y en reunión con las demás compañeras de trabajo, se decide que se inicie con el señor Manrique, viejo putero y amigo de todas, porque la tratará con cuidado. El recurso narrativo para no ver cómo un viejo desflora a una niña es no habilitar esa parte: simplemente, a la mañana siguiente de esa violación consentida, Todos los Santos encuentra al señor Manrique durmiendo tranquilamente y a la ya iniciada Sayonara en los fondos de la casa dándole de comer a los chanchos, con toda placidez, y sin ninguna consecuencia amarga.
Hay otras historias también crecidas en aquellas selvas, como la de Memorias de mis putas tristes (2004), de Gabriel García Márquez. En ella, el protagonista, un periodista que nunca se ha acostado con una mujer sin pagarle, quiere celebrar sus 90 años con una virgen de 14. Una madama se la consigue y se la entrega dormida, porque la ha sedado. Esta transacción derivará en el amor platónico que el viejo irá descubriendo por la pura contemplación de la adolescente Delgadina, mientras al mismo tiempo revisa su larga vida. La ausencia de relaciones sexuales y la maravillada admiración por parte del cliente justifica de cierta manera que el viejo periodista haya comprado una adolescente de familia pobre para hacer lo que quiera con ella.
Esta omnipresente disponibilidad de las mujeres (y de las niñas y adolescentes) puede ser mucho menos tierna que aquellas realidades mágicas. Los clientes pueden presentarse con la más natural cotidianeidad, sin más consideraciones que el consumo del cuerpo de las putas, como el que hace Adrián, el protagonista de la novela Lanús (2002), de Sergio Olguín. Adrián, un consumidor muy normal de prostitución, inquieto por varias cuestiones, está buscando cierta contención y sexo y como en ese momento no los tiene de otra forma simplemente llama a un lugar que ofrece “a domicilio, nenita joven, la mejor onda”. Vanesa, la chica delivery que le mandan, publicitada como “un bombón de ojos azules, noventa y cinco-sesenta-noventa, de veintidós años” cobra primero, hace su trabajo a conciencia (aquí el recurso narrativo no está oculto sino que es al detalle), se va, y después sí, él puede dormir tranquilo. Hay una conformidad en el relato, una naturalización que no discute nada ni tiene atisbo de plantearse ni una pregunta sobre ese consumo. Es el cliente que usa y tira, con una naturalidad descarnada. ¿Adrián aparecería de nuevo así, 17 años después, si lo escribieran de nuevo ahora o seguirá igual llamando a una nenita joven a su domicilio?
Y Andrada, el personaje de Oscura monótona sangre (2010), también de Sergio Olguín, encuentra en Daiana, una prostituta adolescente de la Villa 21, un escape a su vida de empresario exitoso y padre de familia muy formal. Andrada ha escuchado por casualidad a unos camioneros en un bar hablar de las casi niñas que se ofrecen sobre la avenida Amancio Alcorta, en Buenos Aires, y justamente por eso, por casi niñas, más codiciadas. Saben del hambre en la villa y de las carencias de todo tipo que las manda a la calle (son las hijas de las paraguayas, agregan), pero saberlo no les despierta ninguna solidaridad sino los más crudos comentarios acerca de qué se les puede hacer y por cuánta plata.
Potencia
Una característica repetida en otras novelas es la de la diversión, la de contar la prostitución en tono de jolgorio, con distanciamiento de lo que le ocurre a las mujeres. Así se lee en La ciudad de los prodigios (1986), de Eduardo Mendoza, una novela ambientada en Barcelona a fines del S.XIX y primeras décadas del XX. El protagonista Onofre Bouvila, un sórdido y manipulador personaje, cita a una reunión al marqués de Ut y a Efrén Castells, un tipo gigantón, en la casa de un hombre lisiado que prostituye a sus tres hijas. La menor, que está atendiendo a los dos invitados de forma alternada, se encuentra después así:
“La hija menor del lisiado lloraba en la cocina. En el curso de la noche había tenido que atender cuatro veces los requerimientos depravados del marqués y nueve veces las embestidas colosales de Efrén Castells. Esto le había provocado una ligera hemorragia y fuertes dolores; su hermana mayor había tenido que abandonar el piano y reemplazarla en la alcoba. Ahora ella ayudaba a la mediana en la cocción de panellets de los que el gigante había consumido catorce kilogramos a pesar de que los piñones le producían, según dijo, ataques agudos de priapismo”.
De esta manera jocosa se explica cómo debido a los kilos de esos dulces que Efrén Castells ha comido ha adquirido semejante potencia como para repetir tantas “embestidas” que ha lastimado a la hija menor. Y al contarlo así el autor pone el eje en la comicidad y diluye la cruel mención de que la chica está lastimada por los trece accesos carnales que ha aguantado. El cuerpo de la prostituta debe aguantar cualquier cosa que quieran los clientes y aún causar gracia admirativa por ello. Y mientras, además, les hacen escuchar música y los invitan con los confites recién hechos. ¿Mendoza volvería a escribir así esa escena, más de treinta años después?
Y Vanesa, la chica delivery que atiende a Adrián, tiene una contraseña con sus cafishos: si ellos la llaman y contesta que “todo está bien, bien”, significa que no la han violado. Así se lo explica a Adrián y aunque él mismo está lejos de actuar como violador no le resulta especialmente significativo ni le merece ningún comentario saber que Vanesa trabaja bajo la amenaza de asalto violento por parte de cualquiera que la haya llamado. Así es la vida, y la literatura también.
Las visitadoras militarizadas

Muy lejos de Lima, en las profundidades de la Amazonía peruana, están sucediendo hechos preocupantes en los destacamentos militares. Los soldados destacados en aquellas zonas lejanas y aisladas, faltos de mujeres durante mucho tiempo, salen a buscarlas en los alrededores de sus unidades, a tomarlas por asalto y a violarlas. Las denuncias por violaciones han llegado a los comandantes en Lima, que se proponen darle remedio a la situación.
Así comienza Pantaleón y las visitadoras (1973), de Mario Vargas Llosa. El hecho fundante de la novela es el del deseo sexual de los hombres que necesita ser satisfecho como sea, por las buenas si se puede y si no por las malas, pero satisfecho. La centralidad de este mito justifica a la prostitución como necesaria porque de lo contrario las comprensibles violaciones podrían ser masivas.
Justamente, los altos jefes militares le encargan al capitán Pantaleón Pantoja que dé satisfacción al mito. Y el eficiente capitán, enviado a Iquitos, al norte de Perú, organiza las unidades de visitadoras, prostitutas reclutadas para viajar por río a aquellos destacamentos en la selva para atender a los reclamantes soldados. Pantaleón es meticuloso, riguroso, formalísimo, y su forma de ser y el tema que debe tratar con sus superiores hace un divertido contraste que se refleja en los detallados informes que eleva, con encuestas, promedios, estadísticas, cálculos precisos de la “ambición marital” de los soldados y de cuántas mujeres y de cuántas “prestaciones” de cada una serían necesarias para satisfacer a las guarniciones:
“Que no pudo el suscrito establecer… cuál es el promedio diario de prestaciones que tabula o está en condiciones de tabular una meretriz…Que, al menos, el suscrito pudo dejar en claro mediante bromas y preguntas capciosas que las más agraciadas y eficientes pueden, en una buena noche de trabajo (sábado o víspera de fiesta) efectuar unas veinte prestaciones sin quedar excesivamente exhaustas, lo que autoriza la siguiente formulación: un convoy de diez visitadoras elegidas entre las de mayor rendimiento estaría en condiciones de realizar 4800 prestaciones simples y normales al mes (semana de seis días) trabajando full time y sin contratiempos”.
Ese tono desplegado en los numerosos informes, satírico por tratarse de serios intercambios burocráticos en el contexto del ejército, ha sido el que quedó siempre iluminado y el que se ganó la simpatía de los lectores al burlarse de las solemnidades castrenses e ironizar sobre las actividades que ocupan a los militares. Pero justamente la seriedad con que el capitán Pantoja emprende su misión, y la consecuente comicidad que eso despierta, deja en segundo lugar el consumo matemáticamente calculado del cuerpo de las mujeres, después de aceptar que tal consumo es necesario. Las visitadoras además están estrictamente controladas por el detallista y cumplidor Pantaleón, que las tiene militarizadas, bajo cumplimiento de horario y de cantidad de “prestaciones” obligatorias, adhesión a la causa de servir a la patria sirviendo al ejército como sus putas y hasta himno del Servicio, espontáneamente creado por las mismas visitadoras, que se canta con el ritmo de La raspa.
La novela Pantaleón y las visitadoras, de enorme éxito, tuvo dos versiones en cine, la primera en 1975 prohibida en el Perú del gobierno militar, y la segunda en 1999. Ha sido representada en teatro y tiene versiones en comedia musical, la última de este mismo año. Aggiornada a estos tiempos, que proclama a la prostitución como una industria de servicios igual que cualquier otra, las prostitutas se presentan como mujeres empoderadas, fuertes y electivas de su vida, que en este caso es el de “Servir, servir, servir, a los soldaditos… Servir al ejército de la Nación con muchísima dedicación” según el himno cantado, con ironía, en uno de los números. Como novedades ausentes en la obra original esta comedia musical incorpora a un varón visitador, y la muerte en medio de una balacera de la Brasileña, una de las visitadoras de la cual se ha enamorado Pantaleón, se vuelve ahora un feminicidio, muy políticamente correcto.
Pero el hecho fundacional del texto sigue igual. Vargas Llosa ha comentado en diversas entrevistas que la idea la tomó de hechos reales de los cuales tuvo conocimiento, y que la única manera de contarlos era con humor. Es que la literatura ha narrado la prostitución de diversas maneras y estilos, con distintos imaginarios e intenciones, desde la alegoría moral a la crítica social, y los lectores la hemos acompañado interpretándola con el mismo código del autor.
Pero hay dos hechos. Uno, inconmovible hasta ahora, sigue siendo el ejercicio de imposición sexual y de dominio de los hombres sobre las mujeres, que aunque deba más o menos ocultarse, como la discreta concurrencia a los viejos prostíbulos en las novelas, no deja de estar permitido y naturalizado, y así se narre.
El otro es el del feminismo que pretende desnaturalizar ese dominio en la vida. Sus cuestionamientos a la dominación patriarcal llegan también a la conciencia lectora de literatura: ¿Pantaleón sigue haciéndonos reír, después de los cálculos de las prestaciones obligatorias que les exige a sus visitadoras? ¿Adrián sigue siendo el buen tipo que es aunque más o menos seguido compre el acceso indiferente e indistinto al cuerpo de una mujer? ¿Sigue resultando gracioso que el Efrén Castells devorador de dulces que le dan superpotencia sexual la aplaque hasta lastimar y hacer llorar a una chica? ¿Se lee con la misma ternura triste de antes y sin objeción alguna que un hombre viejo encargue una jovencita como se encarga una pizza? Y sobre todo, ¿se las escribiría hoy mismo de esa manera?
Son preguntas que la literatura va o irá respondiendo inmersa en los tiempos en que se desarrolla. Pero es seguro que desde las Sonias, las Sayonaras y las Daianas a los condes y duques de Margarita, los camioneros, los trabajadores petroleros y los empresarios, las putas de literatura nos están invitando a escribirlas y a leerlas de otra manera, fuera de la aceptación acrítica de su existencia y con los ojos abiertos contra el patriarcado.


Arte: Óleo sobre tela. Museo Jorge Rando, Málaga, España

martes

Otra mirada sobre Don Segundo Sombra

Por Mario Goloboff.
En el proceso de conocimiento y reconocimiento, que en todas las sociedades suele ser poco menos que constante, mucho tiene que ver la literatura y, en nuestro caso, esa parte que llamamos “la gauchesca”, porque así la fijó don Ricardo Rojas y lo continuaron después críticos e historiadores, o tal vez porque fuera un verdadero acierto poético y nominal: un cuerpo considerable y heterogéneo, cuyos componentes no son todos similares, y cuyos límites temporales son bastante imprecisos. Parece iniciarse con los primeros y patrióticos poemas de la Independencia, contener luego todo aquello que en la literatura argentina aludió al campo, a sus habitantes (para un concepto general, ciertamente lábil y algo tautológico, “los gauchos”), a sus costumbres y sus modos; engrandecerse, consagrarse, y hasta parodiarse y trascenderse con El gaucho Martín Fierro, y prolongarse bajo distintas formas por buen tiempo más. En lo que es conforme la doctrina es en el cierre del ciclo de la literatura de la pampa: casi todos coinciden en asignar ese papel a Don Segundo Sombra.
Admitiendo que, para algunos, ya no se trata aquí del género sino del “uso del género” (Josefina Ludmer) ¿de dónde le viene a esta novela el acuerdo en tal asignación? Sin duda que, en primer lugar, y sorteando razones históricas y sociales, que mucho importan, de las virtudes del texto mismo; de que este sea, ya, en 1926, una mirada melancólica hacia el pasado y, sobre todo, de que esté escrito en un lenguaje, en una lengua poética (“ha hecho un idioma propio”: Valéry Larbaud), que corresponderá a su porvenir.
No podía llegar a otra cosa con su gran talento literario Ricardo Güiraldes, desde el lugar donde la vida, el estamento social y familiar, y la evolución de las letras europeas y nacionales, seguidas por él con tanta atención, lo habían ubicado, que a crear el canto del cisne de la vieja estancia en desaparición, “una elegía emocionada al gaucho sobreviviente” (Noé Jitrik). Y hacerlo con las armas que su extensa formación literaria y lingüística, sus contactos con los movimientos de la vanguardia europea, y la metáfora ultraísta, a la que había precedido con El cencerro de cristal, en 1915, le estaban ofreciendo.
Para cierta tendencia crítico sociológica, Don Segundo Sombra fue el epítome de la novela reaccionaria, en su sometimiento a las leyes eternas del patrón, en su tendencia a la consolidación de jerarquías sociales; para otros, una endecha acentuadamente metafísica a la tierra y a la nación profunda, muy lejos de todo lo urbano, y en particular a las virtudes del gaucho, su poblador cabal y entero aunque un tanto literario; para no pocos, la consagración del espíritu de libertad, solo obtenida por ese retorno dorado de “la pastoral bárbara” (Beatriz Sarlo) al señorío sin feudo, a la naturaleza y a la pampa. 
Jorge Luis Borges no fue precisamente un cultor de la literatura gauchesca, y siempre se las ingenió para desprenderse de ella, ya condenándola por folklórica y pintoresca, ya considerando irónicamente a sus autores, aún a los menos discutibles. Todo esto, encubierto por expresas admiraciones al género y por una distribución de virtudes que invariablemente se acompañan con subestimaciones y minimizaciones. No fue menos exigente (antes bien, al contrario) con textos canónicos del siglo XX. Don Segundo Sombra, a pesar del afecto que siempre sintió por Güiraldes, le inspiró líneas mordaces y de un humor corrosivo: “Don Segundo Sombra –escribe en un trabajo sobre Hudson– pese a la veracidad de los diálogos, está maleada por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de su gigantismo teatral, que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo”. 
La nota está fechada en 1941. Pocos años después, en 1952, en la revista Sur, escribió: “Quizás a través de Kim, la estructura de Don Segundo es la de Huckleberry Finn de Mark Twain. Es fama que este libro genial (escrito en primera persona) abunda en incómodos altibajos; el inmediato sabor de la felicidad alterna en sus páginas con bromas chabacanas y débiles; tanto las cumbres como las caídas superan las posibilidades del arte consciente de Güiraldes”. Y, menos hiriente aunque no menos lapidario, hace aparecer al texto de Guiraldes en el paraje pampeano del cuento “El Evangelio según Marcos”, donde el protagonista “para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro”.
Puede pensarse que a Don Segundo… le ocurre lo mismo que a otro libro famoso, El Martín Fierro: primero, se identificaron con él las gentes del pueblo, escuchas anónimos, lectores secretos; lo subestimaron los públicos cultos, amantes de la literatura clasica y tradicional, de la “alta cultura”. Me inclino a sostener que el pensamiento íntimo y la ideología de un escritor y de un texto residen y se exhiben en su escritura; suele verse en esta novela un modelo de representación realista, cuando en verdad dista bastante de ello. Por el contrario, desde su idealismo y su vanguardismo, está mucho más vinculada a la huida crítica de la representación que a su dócil seguimiento; más cerca, como pregonaron desde el Creacionismo hasta el Surrealismo, de “la cosa creada” que de “la cosa cantada”, es decir, copiada; más ligada al arte y la literatura que no incorporan a sus obras objetos parecidos a los de la supuesta realidad sino que los crean allí, los hacen ser una realidad y desde la obra incorporarse a aquélla (como ha sucedido a lo largo de la historia en tantos casos y, Macedonio dixit, en el del gaucho mismo).
Don Segundo… parece un ejemplo paradigmático para el arte de la creación literaria, en el que los textos no dicen precisamente lo que se supone quiso el autor, sólo a conciencia, decir. Y únicamente el análisis de los borradores, de lo puesto y lo tachado, de lo querido y lo desechado, puede exhibir este oculto y oscuro camino que va de lo expresado en lo dicho a lo escrito. Quizás, por primera vez en una obra narrativa nacional, un texto que no deja de decir que es texto, aunque no se lo oiga así por la impronta de los personajes y del espacio, esté señalando, en su construcción, en su elaboración poética, que es ni más ni menos que literatura. De ahí, probablemente, su perduración.
* Escritor, docente universitario.

jueves

Publicación de un post en Infotecarios: bibliotecarios y literatura

El sitio web INFOTECARIOS acaba de publicar una nota mía sobre el bibliotecario y la literatura, en general y en particular la de mi producción. INFOTECARIOS es un espacio web colaborativo, centrado en el ámbito latinoamericano,  que difunde ideas y opiniones sobre temáticas relacionadas con la información y la documentación. Dejo aquí el enlace al post y la invitación a comentar lo que se les ocurra al respecto, todas las  opiniones y comentarios son bienvenidos.  
Y muchas gracias a Infotecarios por la invitación en su espacio!

El bibliotecario en la literatura y una literatura de bibliotecarios


Quisiera comentar aquí unas observaciones sobre la figura del bibliotecario en la literatura y, al mismo tiempo, presentar los cuentos de bibliotecarios, narraciones surgidas de mi trabajo como tal en la Universidad de Buenos Aires, con la intención de comparar figuras y contextos y de invitar a compartir una literatura en la que podamos vernos - Leer más