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lunes

Acecho de temporada


El faro Querandí  me advierte, a mi derecha,  que estoy por llegar. En un saludo le prometo que alguna vez, no ésta,  voy a visitarlo.   Es día de semana, y estamos fuera de temporada. Yo vengo ahora justamente por eso, porque me gusta ver los lugares ausentes de multitudes, y las gentes antes, previas,  como  actores que recién se estuvieran preparando detrás de escena para representar sus papeles, en una promesa de dejar ver  algún secreto que no contarán después, cuando estén en el escenario.  

Llego a Villa Gesell como quien llega a una casa  en momentos en que toda la familia está ocupadísima. Muchos geselinos  se han ocupado en grafitear  los paredones  en protesta contra el aumento del  transporte, una abstracción para los turistas de enero y febrero, que ya no los verán. Y en el hotel me reciben con cierta preocupación porque ellos  están en obra, me aclaran. Y la encargada, adelantándose a cualquier reclamo,  añade que tiene a sus dos niños con ella, lo que significa que adonde ella se encuentre,  se encuentran sus hijos. Los niños, de unos dos y unos seis años, me observan con moderada curiosidad.  No importa, decido, me quedo.  Son sólo un par de días.

Por las avenidas, los locales con los vidrios pintados de blanco y  vacíos, empiezan a despertar de su hibernación.  En  los bares y restoranes cerrados  se ven  sillas apiladas sobre las mesas, y   gente tomando medidas, lustrando maderas,  cambiando  pisos.  Todavía no se limpian los vidrios, pero  falta muy poco.  Hay una fiebre refaccionaria: se ven techistas sobre las casas,  albañiles  en los edificios, grúas moviendo arena y playeros recomponiendo tablones en  la rambla de madera. Al  lado del hotel donde me alojo, una pinturería recibe una carga de baldes de pintura. Pinturas de paredes de todos los colores,  docenas y docenas de litros.

La ciudad  parece una gran escenografía preparándose para su mejor obra: la temporada.  Los comerciantes invierten en stock, los hoteleros en  refacciones y mobiliario, el municipio en obras, todos en espera de recuperarlo con creces.  Los trabajadores de verano, mozos y camareras, vendedores de comercio, promotoras, mucamas, jardineros, calculan la fecha de inicio del trabajo. Hay una respiración agitada, una tensión de espera, encogida como un  felino  justo antes de saltar.

Después de la caída del sol  se puede observar a   los acechantes nocturnos: detrás de un bar con las sillas apiladas y una luz  agónica sobre la barra, una pareja saca cuentas y  evalúa. Un hombre,  sentado  quieto y  en silencio en el hall a oscuras de un hotel todavía cerrado, me sorprende,  y me mira mirarlo. ¿Meditaba, recordaba, calculaba? Los  locales de juegos electrónicos, abiertos pero  vacíos,  ya relampaguean con sus luces rojas y azules,  y advierten desde ahora mismo que no permanecerán ni un solo segundo en reposo, que la estridencia es su naturaleza y la ocupación sin descanso, uno al lado del  otro, uno después de  otro, en los simuladores de autos de carreras,  en los juegos de superhéroes,  y en los crueles asesinos que se persiguen con  impiedad  por las rectas calles  virtuales. 

Al día siguiente me recibe el mar esplendoroso de la mañana. Es un día perfecto de la primavera avanzada.  La playa está deliciosamente solitaria.  Allá, lejos, corre un hombre  al borde mismo del agua, y  para el otro lado, una mujer pasea con su perro.  La playa es mía y el mar se  abandona, se me entrega tal como está,  manso y   azul.

Vuelvo al hotel a escribir esto, y como el wi fi no llega a mi habitación me instalo en el desayunador. Pero por  esta zona va y viene, atareada, la encargada, y adonde está ella están sus niños. Los niños  juegan entre ellos, corren entre  las sillas, gritan. La encargada quiere calmarlos, retirarlos de mi cercanía, pero  ellos se empecinan. Se empecinan cada vez con más bríos: saltan de silla en silla, se empujan, se pelean,  tropiezan, se caen, lloran.   La encargada se disculpa y me invita a instalarme en el hall del  primer piso, adonde igualmente llega bien la señal.  Allá voy.

Pero por el hall pasan los albañiles que trabajan en diversas habitaciones. Suben por las escaleras con cajas de cerámicas, bajan con alfombras desechadas, suben con herramientas, bajan con  dudas que resolver con el encargado.  Suben y bajan, bajan y vuelven a subir, y se los oye cortar, lijar, martillar,  medir, arrastrar. 

Al fin, mis circunstancias me causan gracia más que  irritación.  Dejo todo  y  por el tiempo que me falta, me refugio en la playa.  En  el más perfecto backstage,  adonde envuelve y desenvuelve sus olas  el perseverante mar,   el actor principal de los montajes de cada año.