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jueves

En una verdulería de Boedo

En una verdulería de Boedo, de cuya ubicación no quiero acordarme, y en la que me proveo con frecuencia, se muestran algunas variedades humanas además de vegetales. Ahí, entre el cabutia y los boniatos, entre las bananas con nacionalidades y las berenjenas apiladas, entre las remolachas y los hinojos, removiendo el precio de los tomates según el mercado disponga, se hallan los actores del teatro que todos los días, de lunes a lunes, tiene programación completa. Unos carteles advierten a modo de decorado: “Todo billete falso será roto” , “Muestre su changuito antes de guardar la mercadería” y "Para su seguridad usted está siendo filmado".  La ambientación musical es peruana. Suenan los huaynos y también las cumbias peruanas y el reguetón, en mayor o menor volumen. A veces el volumen está demasiado alto y a solicitud de algún cliente, lo bajan. Entonces empieza la función.

En el interminable papel de reponer y disponer lo que todo el tiempo los clientes nos estamos llevando trabajan 2 o 3 muchachos, inclinados sobre los cajones, moviendo las bolsas, volcando las cebollas en las bateas, quitando las hojas feas a las lechugas. Uno de ellos luce en los días fríos una gorra original: como es de lana gruesa, con orejeras y las dos “trenzas” que caen a los costados de la cabeza, se diría que es una gorra andina; pero el detalle es que lleva  una “cresta” de lanas erecta, vertical, sobre la cabeza, que le da un aspecto guerrero. ¿Es de los Andes? ¿Es vikingo? ¿Es un casco romano estilizado? Muero por acercarme y quedarme observando la cresta con detenimiento pero no me animo. Los muchachos suelen intercambiar entre ellos, para consultarse algo o para celebrar con carcajadas algún comentario que se hacen en grupo.

Entre ellos está  también un hombre venezolano. Se distingue porque es actor grande, es el mayor, y porque le gusta intercambiar con la gente y tiene siempre muy buena disposición.  Basta que se le pida si puede cortar un zapallo demasiado grande para que lo haga con gusto. También se lo oye hablar de fútbol con los hombres, y responder comentarios acerca de la antropófaga inflación: ¡horror de los precios devoradores! Él asiente, los explica con las  razones que saben los verduleros, las del Mercado Central y los camiones y el transporte, y acompaña, comprensivo.

En las antípodas está su compañera, la que hace su papel en la caja. Una chica peruana muy joven, de unos 20 años, pequeña, menuda. Nunca mira a la cara a nadie, jamás levanta la vista. Toda la operación de pesar y cobrar la hace mirando hacia abajo. No intercambia nada con nadie que no sea lo imprescindible de su trabajo, y la expresión de su carita es cerrada, de una inmutable decisión de que nadie le diga nada más que ¿cuánto es? A veces, si recibe un saludo fuerte y claro,  apenas contesta con  un susurro apagado, un buenos días o buenas tardes tan diluido que hay que esforzarse para oírlo. Me intriga  porqué tiene y  mantiene esa firme resolución de no hacer contacto con la gente, con algunos o con alguien, por lo menos. Un par de veces la vi acercarse a sus compañeros y reírse con ellos pero al volver a su puesto retoma la distancia de piedra con  los clientes. Tal vez le resultemos insoportables, no sé…

Algún domingo a la tarde que fui a  comprar la encontré sola en la verdulería vacía, la vista fija en su celular apoyado contra la balanza, siguiendo algún video. Me ha dado pena verla tan joven en esa soledad dominguera de empleada  tal vez con un franco rotatorio semanal, que nunca le debe caer en fin de semana, y al acercarme a pagar quise abrir alguna charla con ella. Nada, imposible.  Inalterable la negativa a hacer contacto visual y rotunda  la privación de conversar.

Y para completar el elenco estamos los clientes, todos los papeles secundarios. Incontables nosotros, girando repetidos en la semana según los días que vayamos a comprar, tratando de elegir las mejores peras, protestando por los precios, descartando por los precios, viendo qué llevar o qué reemplazar, las comidas de cada casa en la mente de cada uno. Los changuitos chocadores, las bolsas más o menos llenas, según, y la cuenta abusiva en el bolsillo al salir. Al salir por el foro, a las calles de Boedo, después de pagar por nuestro papel de cada día. 



sábado

Milanesas


El hombre es joven pero la vida en  la calle lo ha estropeado y es fácil darle más años de los que tendrá. Que todavía es joven se nota por su porte erguido, y que sufre estropicio por las arrugas prematuras en la piel oscurecida y  por los dientes faltantes.

Justamente de los dientes se trata. Hace varios días que no mete entre los dientes que le quedan algo sustancioso, algo sólido, algo de carne, algo salado que deba masticar y al que se le sienta el pedazo al pasar por la garganta. No ha recolectado más que desayunos permanentes, recogidos de caridades de las panaderías o de sobras de  bares: un par de sanguchitos de miga con casi nada en el medio, dos porciones frías de pizza, unas medialunas saladas un día, unas medialunas dulces al siguiente… Hoy ha despertado soñando con milanesas. Se despertó comiendo milanesas en su casa, en la casa donde vivía de chico y adonde las milanesas eran un lujo muy ocasional y muy medido. Pero en el sueño había, y muchas, en una fuente grande en medio de la mesa, y por más que él y sus hermanos comían todas las que querían la fuente estaba siempre llena. Sacaban y sacaban milanesas y seguía habiendo, con muchas pero muchas papas fritas.




El hombre se despertó en la entrada del banco donde duerme con esa consistencia de carne empanada en la boca y el estómago haciendo ruidos de vacío. Ese vacío acuciante lo puso de pie. Sintió también que no aguantaba otro día más de medialunas y que salivaba de ganas de comer milanesas.
La memoria que se las hizo soñar le dejó una en el cerebro. Con ella titilando caminó durante la mañana a la deriva hasta llegar frente a una rotisería china de autoservicio.  Es mediodía ahora y el espectáculo es soberbio: hay cuatro largas hileras de fuentes metálicas repletas de comidas. Algunas, las calientes, desprenden un suave vapor.  Las frías esperan quietas, metros y metros de ensaladas diversas, budines, postres. Las vaporosas son canelones de verdura, tartas de choclos o de jamón y queso, arroces, albóndigas de carne en su salsa, batatas dulces o saladas, hamburguesas variadas, berenjenas, carne al horno, pasteles de vegetales al horno, bombas de papa con queso.




Y milanesas. El hombre se detiene en la puerta, que está abierta, invitándolo a pasar. Hay milanesas, las descubrió en el primer vistazo o tal vez ellas mismas lo llamaron. Su cuerpo tiembla de excitación. Su conciencia en el estómago lo impulsa y da un paso. Pasa la puerta como si pasara una frontera, la pasa y entra.

Y se abalanza. Se abalanza sobre la fuente de milanesas. Ha empujado a alguien de ese lugar, un hombre que retrocede, sorprendido, unas chicas que se servían cerca se alejan, asustadas. Pero él no ve a nadie. Ve milanesas. Agarra una, la siente en la mano, la estruja para sacarle la verdad, y se la lleva a la boca. Le da un buen mordiscón y en la boca es real, no es un sueño, es carne, huevo, pan rallado. La mastica. Lo confirma. Otro mordiscón, ahora tiembla de plenitud, ¡come milanesas! Se acaba la primera en tres o cuatro bocados velocísimos. Agarra otra.

A su alrededor se arma un remolino extrañado. Los clientes con sus fuentecitas en la mano se han paralizado viéndolo comer ahí mismo. Desde el mostrador los dueños que envuelven las fuentes y cobran salen de un instante de sorpresa y le gritan algo en chino, ¡alto!,  se supone, y ahora salen de atrás del mostrador al mismo tiempo que aparecen empleados de la cocina, atraídos por los gritos.
El hombre nota que se acercan  y en un reflejo de lucidez se aferra con la mano izquierda al exhibidor de comidas: de ahí no lo saca nadie, va a seguir comiendo milanesas aunque deje la vida. Enseguida siente que lo tiran desde atrás pero él tiene una milanesa en la mano derecha y la aprieta bien fuerte aunque un chino a los gritos se la quiera sacar. De ninguna manera. Con la cabeza para atrás, tironeado por los pelos, empujado, insultado, no pueden abrirle la mano izquierda aferrada como garra y no es posible cerrarle la boca con la que sigue comiendo. Sí, señor. 

En los forcejeos algún codo o mano ha caído sobre los canelones vecinos y los ha desarmado y desparramado en una mezcla de verdura, ricota y salsa blanca que salpica a los luchadores. Se oye un coro de exclamaciones del público que parece asistir a una inesperada y exaltada obra de teatro. No logran retirar al hombre del exhibidor, alejarlo, porque los intentos de hacerlo son desordenados y superpuestos y no advierten que lo que tienen que hacer es sacar de allí la fuente de milanesas, y como no lo advierten el hombre vuelve a pescar con la mano derecha, inteligente y autónoma,  otra más,  y sigue devorándolas ante la furia china que quiere detenerlo torciéndole el brazo y no lo consigue.

En esas están todos cuando un patrullero se detiene frente al local. El hombre ha oído la sirena y advierte la amenaza de su reflejo azul pero ahora ya está satisfecho. Abre la mano izquierda, se suelta. Mastica el último bocado, se relame, se pasa la gozosa  lengua por los labios.

Isabel Garin



La parada de Braian

Braian  para en el  cajero de un banco en la zona de Rivadavia y Av. La Plata.  Es casi mediodía y está acostado a la entrada del cajero, bien despierto, dispuesto a saludar y a charlar si se presta la ocasión, atento a quienes entran y salen de la habitación de las máquinas mágicas llenas de plata. Se tapa con un acolchado de color celeste, viejo y sucio, y cuando me detengo frente a él se lo sube más todavía, con un cuidado pudoroso.  

Ahí para. Así llaman los despojados de todo a asentarse en un lugar,  una ubicación exclusiva en la ciudad enorme, un remedo de casa y de propiedad, un lugar para indicar adónde se lo puede encontrar.  ¿A quién o a quiénes les importaría saber de él, me pregunto, buscarlo y encontrarlo en este cajero? Braian parece de unos veinticinco años, tiene el pelo corto y una expresión entusiasta, y le faltan los dientes de adelante.

Me quedo charlando con él.  A mi  pregunta responde que está en la calle desde marzo, que vivió un año y medio en un hogar del Gobierno de la Ciudad pero que lo echaron porque estaban bardeando  con no consumir, dice, cada vez bardeaban más con eso, que el faso se deja pasar pero que la cocaína no. ¿Y qué pasó?  Me perdonaron una, dos, tres veces, pero murió mi viejo, me puse mal, le di a la coca, fui preso, y ahí me echaron.

Eso me cuenta Braian.

Y ahora cómo lo llevás, le vuelvo a preguntar porque él me habilita, habla sin tapujos, es simpático y conversador.  Me estoy aguantando, hace dos meses que no consumo nada, dice, anoche vinieron unos pibes amigos y me ofrecieron, pero no quise…y chifla, ffffuuu, difícil, eh…

Hace un alto, parece reconsiderar lo que está contando. Pero yo ya me voy a ir de la calle, el gobierno me va a dar un subsidio y voy a poder alquilar, asegura, y cuando lo dice la voz le cambia, la creencia en ese subsidio se la vuelve cálida, esperanzada, y lo precisa: de 6800 pesos. Yo, que no he escuchado nada de otorgamiento de subsidios para gente de la calle, me callo la boca muy desconfiada de que ese buen suceso, suceda.  Braian fue a preguntar ayer al banco donde supuestamente se tramitaría pero no había nada todavía.  Y sigue: en cuanto alquile, busco trabajo.
Ah, lo acompaño yo en su alentadora perspectiva, ¿y qué sabés hacer?, y él enumera: fui bachero,  sé cortar fiambres, lavé autos, atendí el kiosko de mi abuela mucho tiempo.  ¿Y porqué no se quedó atendiéndolo? Porque su abuela es muy interesada, lo único que le importa es la plata, y a él eso no le va.

Así me aclaró Braian.

El cajero está muy concurrido a esta hora,  todo el tiempo entra y sale gente que pasa a nuestro lado. Sin decirle nada, una mujer le da a Braian diez pesos y él los acepta con toda cortesía. Pasa un cochecito de bebé, aparatoso como una nave espacial, y me corro para hacerle lugar. Un hombre que va a entrar después  del  cochecito observa con recelo la demorada conversación que estamos teniendo y me interpela con cierto fastidio: ¿pasa, señora?, como si tuviera que finalizarla y apurarme para entrar a la sala de las máquinas mágicas, pase usted, si quiere, le contesto.  

¿Y molesta la policía?, sigo con Braian, y entonces advierto la inusual manera de charlar que estamos teniendo: yo de pie, él acostado, arrebujado en su acolchado viejo, al borde de la ruidosa avenida, los dos manteniendo una larga conversación de lo más natural y fluida como si estuviéramos sentados a la mesa de  un bar.  A veces, dice, sobre todo los de la policía de la Ciudad, esos son unos pibes muy agrandados que te quieren llevar por delante. Y encima son más chicos que vos, calculo, tienen mi misma edad, corrige, tienen dieciocho años y se las quieren saber todas, desprecia, enojado.

Yo quisiera saber si todavía podría irse a la casa de algún familiar, o volver a la que antes habrá sido su casa,  la casa de dónde se haya ido al principio de todo, al principio de las adicciones, cuando todavía atendía el kiosko de la abuela o manejaba la cortadora de fiambre en un super de barrio, antes de que lo internaran en el hogar de donde fue expulsado.  Sí, me confirma, yo tengo la casa de mi madre, pero no quiero vivir ahí. Hace un silencio y agrega: me pegaba mucho de chico, me pegaba con todo lo que tuviera a mano. Ahora paso a saludarla de vez en cuando, y a ver a mis hermanas chicas, pero no me quiero quedar. Porque si ahora viera a mi vieja pegándole a mis hermanitas como a mí, sería capaz de cualquier cosa.

Así me explica Braian.







martes

Observación en estado de calor

En el día de calor insoportable estoy parada en la esquina esperando el cambio de luz  y he visto distraídamente a la mujer que enfrente también espera.  Algo nebuloso me ha llamado la atención antes, tal vez que camina muy enérgica para la pesada jornada o que lleva puesta una camisa demasiado gruesa para el día bochornoso, o que ella también me ha observado…Cuando la luz cambia la mujer se apura a cruzar, se para enfrente de mí  y me pregunta sin más:
̶  ¿Cómo hace usted para no sudar?
¿Eh?  ¿Me preguntó que cómo hago para no sudar, no?  Sí, eso me preguntó. De la sorpresa me demoro en contestar,  estoy pensando cómo ha visto desde la vereda de enfrente que no estoy sudando  y por seguir la insólita encuesta  estoy por contestarle que recién he caminado una cuadra, que con un par de cuadras más me caerán las generales, pero ante mi silencio ella deduce:
̶  Porque es flaca, pero los que no somos flacos sudamos mal.
Pero la mujer no es gorda, para nada, observo, y no entiendo el plural que ha usado. Yo hablo ahora y para democratizar le digo que “los flacos” también sudamos.  Pero ella se retira sin más,  sigue su camino  enérgica y enojada contra la discriminación que haría el calor, y me deja mirándola desde la esquina donde la luz volvió a cambiar. 

domingo

Viejo rey en chancletas


El viejo se sentaba siempre en el escalón de un negocio cerrado en Muñiz casi Carlos Calvo, bajo los tilos  y los paraísos que perfuman la cuadra en primavera.  No era un sin techo, alguna casa o habitación  tendría para refugiarse, pero andaba cerca de serlo.  Lo veía siempre vestido con un sobretodo gris y gastado,  dejando que el tiempo pasara sentado en su escalón, intercambiando comentarios con los vecinos,  una bolsa informe al lado que vaya uno a saber qué contenía, una radio a transistores, chiquita, que sostenía con la mano al lado de la oreja escuchando su programa favorito.
Aunque estuviera sentado se lo veía alto y corpulento, y de aspecto majestuoso. Al aspecto majestuoso se lo daban el pelo y la barba blanquísimos y largos que enmarcaban un rostro cuadrado, de grandes ojos con ojeras marcadas  y nariz pronunciada y de carácter. Y se acentuaba  por la manera lenta y grave de moverse o de hablar, de girar la cabeza y tardar en fijar la vista,  como si el tiempo a él no lo  corriera. Al contrario: como si él, el viejo,  fuera el dueño del tiempo, y los hombres y las cosas se quedaran esperando la resolución de su saludo,  la respuesta a una pregunta, el permiso para que el perro que sacaron a pasear se le acercara a olisquearlo.  Levantaba entonces una mano en gesto lento de bendición o de saludo real y le hacía al perro del  vecino una caricia en la cabeza.
No, no parecía un sin techo. Más bien parecía un viejo rey en el destierro, y más, se me ocurría: tal vez un dios griego, de aquellos que bajaban  a caminar el polvo del mundo entre los humanos, perdido en esta época. O por lo menos, insistía yo cada vez que lo veía, un hombre que fue rico y perdió toda su fortuna. O tal vez  un actor que fue célebre haciendo a Shakespeare y después se quedó sin nada de nada. De mi curiosidad por tratar de saber de él  me han brotado al pasar unos saludos que creo que se me oían formales, unas "buenas tardes" con inclinación de cabeza, pensando en que en algún momento me podría quedar a charlar sin suspicacias, y él, a su modo lento y augusto, me ha respondido cada vez: 
— Buenas tardes, señora. 
Ayer lo encontré de nuevo. No sentado en su escalón levantando la cabeza para buscar a los zorzales que le cantaban en exclusiva desde  las ramas del paraíso. No, no. Lo descubro en el super chino que está en Carlos Calvo, y exactamente parado en la fiambrería del super.  Me desoriento, dudo, es la primera vez que lo veo de pie. Me paro espiándolo detrás de una góndola. ¡Se ha cortado el largo pelo blanco y se ha afeitado la barba magnífica!  Y como hace calor no viste el sobretodo que le daba unas reminiscencias de manto clásico sino que tiene puesta una camisa a cuadros, de manga corta. 
¿Es él? ¿Es él?

Sí, es él, el probable rey desterrado o el dios griego bajado al mundo. Está comprando cien de queso y cien de paleta.  Ya tiene una bolsita con pan. Aún estira la mano grave  y despaciosa  para recibir el fiambre que le alcanza la chica que atiende, y se da vuelta alto  y expoderoso para dirigirse a la caja. Lo sigo con la vista: camina lento llevando su compra mínima, una de las zapatillas  en chancleta. Una sola. 

jueves

Brujas en las calles de Boedo


Salía anoche de un supermercado chino sobre Independencia y José Mármol, y caminaba distraída y contraída por el frío,  cuando de improviso una bruja me detuvo en la vereda.
— Tenés mucha luz — me señaló, cortándome el paso y sin ninguna introducción—, veo la luz que te rodea.
Me ha interceptado segura, se ha colocado muy cerca de mí y me clava la mirada al hablar. No espera  pregunta o comentario y sigue.
— Tenés un aura muy luminosa, la veo desde que saliste de ahí — y señala con un  gesto de la cabeza la entrada del super chino —. Vos tenés mucha fuerza, tuviste que pasar muchas cosas difíciles, sobre todo hace catorce años, pero nunca bajaste los brazos y diste pelea  — remarca,  y yo, que la escucho con secreta delicia porque me complacen y me divierten estas interpelaciones, hago la cuenta: hace catorce años era 2002. Claro que las cosas estaban difíciles. Para todos.
—Tu familia  tenía muchos problemas laborales pero tu fuerza la ayudó a superar las cosas malas,  enfermedades, falta de trabajo, abandonos…Tenés unas capacidades que no usás del todo, si las usaras podrías mejorar mucho más tu vida y ayudar a los demás con tu bondad.
Me retiene hablándome con una voz melodiosa y serena pero su mirada fija está atenta  midiendo mis expresiones. Sigue prodigándome halagos extrasensoriales que ella desprende de lo que me ve,  ahí en la vereda, parada frente a mí, y parece que no me encuentra nada malo ni débil y que mi aura resplandece. Me entra curiosidad y detengo su torrente benéfico para preguntarle porqué me interpela así, sin conocerme y sin que yo la buscara.
  —Porque soy vidente — me explica.

Me lo dice con naturalidad, como si fuera que su condición justifica detener a desconocidos no videntes en la calle y hacerles notar lo que ellos no pueden observar. Y después de mi pregunta y de su respuesta el diálogo ha terminado, la videncia se agotó. Ella ve que estoy por seguir mi camino y se adelanta.
— ¿Me das algo para hacer unas compras? — me pide.
Entonces la observo con atención: tendrá unos cincuenta años, el pelo rubio recogido en una cola, un viejo abrigo tejido que le cae grande y deforme, un changuito, que no ha soltado mientras percibía mi aura,  lleno de pequeños cambalaches, y la mirada más atenta todavía, calculadora.  Le doy diez pesos.
— ¿No me darías veinte que tengo que comprar comida para mis hijos? — me reclama con su dulce voz.

Meneo la cabeza con cierta irritación: no me dijo primero a cuánto ascendía su tarifa adivinatoria. Así que  giro y sigo mi camino y creo que ella también gira y sigue el suyo, pero yo no me doy vuelta para ver cómo se esfuma en la noche fría de Boedo. 

miércoles

Milagro en el balcón

Voy  por la esquina de Córdoba y Azcuénaga,  esta  tarde, cuando escucho cantar. Escucho cantar ópera. ¿Es lírica lo que se oye,  entre el ruido de los colectivos y de las motos? Cuando me aseguro que sí supongo que será  un aria para una promoción, una grabación que suena en un altoparlante,  y miro buscándolo,  pero lo que veo es a varias personas paradas en la esquina dejando pasar el cambio de semáforos y mirando para arriba, al edificio de enfrente. Sigo la dirección y entonces lo descubro:  el que canta es un muchacho en  un balcón del cuarto piso del edificio.  Canta ópera,  vestido con vaqueros y el torso descubierto en la tarde de verano, las dos manos aferradas al balcón para sostener la fuerza de su expresión.   Canta  hacia la calle, y su potente voz  de tenor cruza la avenida por sobre el tránsito y por sobre nuestra maravillada suspensión. Así nos tiene, suspendidos de su voz,  hasta que se detiene y entonces le dedicamos espontáneamente un aplauso y unos bravos que lo hacen sonreír divertido  e inclinarse saludándonos. Luego, sin más, entra a su habitación y dejamos de verlo. 

Nos dispersamos de la esquina deslumbrados y llevándonos el milagro del balcón en el bolsillo. 

sábado

Temporada de zorzales


Esta madrugada me despertaron los zorzales. Son los que le ponen el audio a la primavera que se despierta entre los edificios en  que vivo, porque aunque sean edificios la primavera también les llega. Y los zorzales, como siempre, se encargan de traerla.



domingo

Por algunos caminos de ciertas vidas

Viajo distraída en el colectivo, perdiéndome en el transcurrir de la ciudad por la ventanilla, cuando algo me hace volver: un muchacho, que aparenta unos 25 años mal llevados, está distribuyendo a cada  pasajero  una de esas notas  que les evita hablar cuando reparten estampitas a cambio de una moneda.  Pero esta nota me llama la atención porque es grande, una hoja entera de cuaderno o de bloc, rayada, y la espero con curiosidad. Cuando recibo mi copia y la leo mi curiosidad no se ve decepcionada: está pidiendo una moneda a cambio de mostrar su sueño. A modo de título lleva el verso que dice “Los caminos de la vida no son los que yo esperaba” acompañado del dibujito de unas notas musicales, y luego dos ojos muy abiertos encabezan junto al Sr. y Sra. Se presentan después como dos hermanos de la calle, Nahuel y Jesús, que no tienen familia. Dicen que quieren que su palabra valga y hacer entender su experiencia, y narran sus hambres, sus fríos y los desprecios que sufren por ser de la calle. Cuentan que muchas veces piden comida en los negocios y luego ven que la tiran a la basura.  Pero a cambio de la ayuda solicitada por escrito que aparece al final, algo para sobrevivir, dicen también “somos soñadores igual que ustedes, y estos dibujos son nuestro sueño”: un sol gigante mira hacia abajo, a la ciudad, con una gran sonrisa con dientes, más arriba, en el cielo, pasan unas nubes; el Obelisco está rodeado de globos que vuelan hacia ese cielo, y también vuelan una gran mariposa, una bandada de pajaritos, un avión y un barrilete. Bajo el sol aparece también una casa, custodiada por dos álamos.
La letra y los dibujos parecen  ser de un niño, pero la redacción no es infantil. Me vuelvo a mirar al muchacho, que ha seguido entregando copias hacia el fondo del colectivo.  Viste ropas muy gastadas pero limpias y prolijas, y tiene una expresión reconcentrada. Le voy a pedir que a cambio de la ayuda que voy a darle me deje la copia cuando vemos que el chofer se ha levantado de su asiento, camina hasta la mitad del coche y con los brazos en jarra le grita:
– ¡Juntá tus papelitos y bajate ya!
El tipo es bastante parecido a una mole, muy alto y gordo, y con una pelada perfecta y completa que lo asemeja a algún luchador de ring o a un gladiador con sobrepeso. Algunos cruzamos una mirada de desconcierto, yo miro al muchacho que tomado de sorpresa se ha quedado paralizado pero el chofer no le deja lugar a réplica. El muchacho empieza a recoger las fotocopias de su sueño, y el chofer, que ha vuelto a su asiento, lo vigila por el espejo con mala cara  mientras tiene parado el colectivo. Pregunto en voz alta porqué tiene que bajar así, pero nadie contesta; solo el muchacho me dice bajito, al pasar hacia la puerta, que él tampoco sabe porqué.

Baja,  y la puerta se cierra con violencia. El colectivo arranca. Que lo echen así no será inesperado en los caminos de su vida.

Cochecito de bebé

 En el barrio del Once, en Buenos Aires, circulan multitudes comprantes y chocantes, que alzan, arrastran o cargan toda clase de bolsas, bolsos, paquetes y bultos de lo que hayan comprado o vendido,  los percheros cruzan las calles con sus  vestidos o camisas colgantes, los carros cargados de rollos de telas achican las veredas y las carretillas,  con sus bultos encimados, obligan a que se les abra paso. Las carretillas son empujadas sin ninguna consideración hacia las multitudes porque si tuvieran alguna no llegarían nunca a ningún lugar ni terminarían ningún traslado. Cuando vuelven vacías de donde sea que hayan descargado, van raudas, se deslizan veloces, violentas por entre la gente, que ahora sin rollos de telas o sin paquetones que quiten espacio igualmente deben abrirlo a riesgo de que les sieguen los tobillos.

Igual circulan muchos cochecitos de bebés por las veredas atestadas de gente. ¿Me parece a mí o también los usan, como a las carretillas del Once, para abrirse paso y andar más rápido que los que no llevan bebés?  Van las mamás con la vista al frente, sin mirar a izquierda ni derecha, veloces, las manos firmes sobre el manubrio, sin consideración con los que pasan a su lado, obligándolos imperativas a cederles el paso, traqueteando el móvil sobre lo desaparejo, saltando zanjas abiertas, sorteando obras, bajando de los cordones,  sin  una vacilación en las esquinas.
Así veo a un cochecito de bebé esperando cruzar la avenida. El tránsito está atascado más que de costumbre, frenado, trabado, algo pasará cuadras arriba que a esta altura no conocemos. Cambia la luz en Pueyrredón pero los autos,  imposibilitados de avanzar, quedan pegados paragolpe contra paragolpe.  Impaciencia entre los esperantes de la esquina, bocinazos, algún insulto de ventanilla a ventanilla.  Cambia la luz de nuevo y de nuevo no va a ser posible cruzar.  El cochecito a mi lado se decide: la mamá lo baja a la calle, esquiva una moto que lo ve pasar sobresaltada,  y vista al frente embiste hacia el espacio mínimo entre dos paragolpes. Mete el cochecito por ahí y acelera: un auto retrocede unos centímetros para darle paso, y luego otro frena y el siguiente trata de retroceder y otro más de no pegarse al auto de adelante, y hasta un colectivo, mastodonte a su lado, le cede el paso. Así, parando autos, deslizándose entre paragolpes y caños de escapes, llega a la otra vereda y la mamá,  sin volverse a mirar atrás,  enfila firme y se pierde entre la gente.

Los que la seguimos con la vista nos miramos asombrados. A mí me asalta una duda: el que iba en el cochecito era un bebé de verdad, ¿no? ¿o sería un muñeco?

sábado

Vida astral en el taxi

Vuelvo a casa en una tarde calurosa, agobiante, y cargada con dos bolsos, uno muy pesado. En Retiro busco un taxi y subo al que está en la cola. Me siento y enseguida, por el saludo enfático del tachero, advierto el ambiente que habrá en el coche: entusiasta, enérgico, de conversación. Lo observo: es un hombre de más de sesenta años, peladísimo, con un cuello de toro y una cabeza muy grande, que viste una remera de Ramones.  Tal cual se percibía empieza a charlar, primero con una clase práctica de cómo manejar en Buenos Aires llegando primero a destino, pero sin perder la calma y sin matar a nadie. Me muestra cómo salir de Retiro sin enredarse en la maraña de colectivos, y  cómo seguir por las avenidas colgado detrás de un colectivo y adelantándose cuando este se acerca a  las veredas, en las paradas. Estamos en estas disquisiciones, que yo atiendo con una curiosa cortesía, cuando me pregunta, observándome por el espejo:
-¿Usted es creyente?
Sorprendida por  el brusco viraje de la conversación le contesto que no, y en el acto me lanza:
- Lo lamento por usted.
Y a continuación declara que si me molesta no me cuenta nada pero que si no tengo problema quisiera contarme acerca de las visiones de Jesús que tuvo alguien conocido de él, todo de un tirón y sin dejarme decir ni pío.  El visionario, cuyo nombre no sabe  porque en realidad el que lo sabe es un amigo, quien a su vez es allegado del hijo del protagonista, había sufrido un infarto. Internado de emergencia se lo dio por muerto al mismo tiempo que él salía de su cuerpo y veía la escena urgente de resucitación que se le practicaba,  mientras en espíritu se acercaba a una potente luz clara que emanaba una figura a la que reconoció como Jesús.  Esta fue quien le dijo que regresara, que no era todavía su hora.
- ¿Le gustó? Le cuento otra – me  ofrece antes de que yo pueda expresar ni un comentario.
Tiene también unos amigos que tienen, a su vez,  conocidos en Córdoba,  que fueron  quienes les contaron de una chica muy joven que se enfermó de cáncer con mal pronóstico, pero la chica era devota de Ceferino Namuncurá, al que pidió por su salud: en 48 horas el cáncer había remitido hasta el punto de desaparecer,  con gran desconcierto de los médicos.
-¿La convencí? – me interroga ahora.
Y sin esperar contestación jura que conoce muchos casos de milagros y  regresos de la muerte y promete que me los va a contar, y ahí nomás empieza con el resto. Yo calculo cuánto falta para llegar a casa.  Tiene una amiga enfermera que le relató el caso de un chico de unos seis o siete años internado por un accidente grave que al salir de la terapia intensiva contó a sus padres que había estado en un túnel muy largo, en donde había visto a una señora luminosa, “con gorrito”,  que lo acunó en sus brazos y lo cuidó hasta que se repuso, y un nene no podría mentir, ¿no? Sabe también, por amigos de un cuñado,  de un ahogado en la costa de Mar del Plata y de lo que vio con los ojos abiertos en el fondo del mar hasta que unas manos etéreas, una fuerza, lo hicieron subir a superficie y le salvaron la vida. Ahora el hombre se deja llevar por su propio entusiasmo, sin contemplar el mío, y enlentece la marcha para tener más tiempo de repasar su archivo. Conoce igualmente, me asegura,  a los allegados de una señora que sufrió una enfermedad terminal pero se repuso por completo después de experimentar otro desprendimiento astral y la propuesta de vivir más tiempo,  y también,  por el relato de un vecino acerca de  un familiar ya fallecido,  sabe de la experiencia de un descreído que al volver del túnel aquél se curó y cambió su vida.
- ¿Y? ¿Qué me dice? – me pregunta retóricamente,  porque no espera respuesta, y la emprende con la siguiente anécdota.
Yo le diría, si me dejara hablar, que según lo que cuenta todos vivimos con nuestros groseros y pesados cuerpos en un mundo de milagros y vidas paralelas que no vemos, pero también que no conviene que  las curas milagrosas y los paseos astrales sean tan numerosos porque entonces se abaratan, si son tan frecuentes no resultan milagrosos, parecen de góndola de supermercado. Me pregunto cómo será para Norberto, según leo su nombre en la ficha de taxista,  manejar horas en la ciudad caliente, de asfalto reblandecido, bocinazos, sirenas de ambulancias, tránsito atascado, repuestos que se rompen y  cuentas que pagar,  sabiendo que tan al alcance de la vida está llegar a las puertas de la muerte y regresar sin traspasarlas, ver cómo lo resucitan a uno mismo,  curarse de enfermedades graves en 48 horas, ahogarse y revivir. Quisiera preguntárselo pero no me da tiempo: llegamos a destino, y mientras busca cómo estacionar no se toma un respiro y me pide que me demore un momento más para terminar la anécdota de cierto amigo de la infancia al que reencontró hace poco, y de quien escuchó la historia de un tío que se perdió en medio de una tormenta de nieve, allá en Mendoza, y casi muere congelado hasta que recibió un calor inexplicable que  no  había en el entorno, y que lo ayudó a ponerse en pie, andar y sobrevivir.
El sol pega de mi  lado, sin contemplación, y yo también tengo calor.  Norberto suda, la cabeza de toro perlada de gotas, pero más por la energía puesta en su narrativa que por el solazo.  No sé porqué me lo imagino anhelante pero asustado por su propia muerte,  y esperanzado en que al llegar a sus puertas una figura celestial le diga “volvé, todavía no es tu hora”. Mientras bajo el bolso pesado le comento, aliviada porque ya lo dejo, que tiene montones de anécdotas.
- ¡Uhhh! – exclama, con gesto de “son tantas que podría estar horas contándolas”.
Le creo, y cierro la puerta con un saludo antes de que  me proponga seguir oyéndoselas.



jueves

Detención de un mantero negro

Voy caminando por Av. Santa Fe, ayer a la tarde, cuando veo patrulleros y ambulancias y un tumulto de gente frente al shopping Alto Palermo. Pienso en un accidente pero algo no coincide: el nudo  de gente no está quieto y callado, se mueve, se agita, lanza voces.  Me acerco y me entero: la policía ha detenido a un mantero,  un muchacho nigeriano que en esa vereda vende carteras y billeteras, y  para que no se lo lleven la gente ha rodeado el patrullero haciéndole un cerco que ha detenido a la policía. ¿Y las dos ambulancias?, pregunto. Me dan diversas versiones: el muchacho negro se descompuso con convulsiones, la policía le pegó, le pusieron algo en una inyección, y tuvieron que atenderlo. Trataron de llevárselo en la ambulancia, o la gente pensó que podrían hacerlo, y entonces le pincharon una rueda. La ambulancia tendrá que esperar el auxilio con el detenido adentro, y en la situación se acerca una tercera, lo que despierta ironías y bronca entre los presentes: tres ambulancias aquí en vez de estar atendiendo las emergencias.
El cerco a la policía no cede, al contrario, se agranda sumando más y más personas que se indignan al enterarse del motivo de la agitación. La gente ya es mucha, se ha derramado sobre la avenida, y la policía corta el tránsito desviándolo por Coronel Díaz y por Bulnes.  Se oyen gritos: ¡porqué no detienen a los funcionarios corruptos! y ¡porqué no detienen a  los narcotraficantes!  Claro, conversamos entre nosotros, el nigeriano no pagaría coima, por eso lo detuvieron. ¡Qué vergüenza!, se oye, no dejan trabajar a un chico negro, inmigrante, que casi no habla el castellano, y que no hace mal a nadie, en vez de estar persiguiendo a los chorros en serio. El intercambio fervoroso entre  desconocidos recuerda a las coincidencias  apasionadas  en la calle durante  los días del 19 y 20.
Un poco después la puerta de la ambulancia se abre y se ve al muchacho, lo van a sacar. La policía se cierra brazo con brazo, y el cerco sobre la policía se exaspera. Hay gritos, remolinos, se trata de impedir que lo suban al patrullero, que está a unos metros,  y los cuerpos  empujan para que la policía no llegue al coche.  Pero lo logra.  Suben al mantero, cierran las puertas, y entre patadas de furia el patrullero arranca y se va.  La acción genera un coro de insultos: ¡coimeros!, ¡cobardes!, ¡hijos de puta!  
La policía se ha llevado al protegido  pero el tumulto no cesa y ahora se estrecha sobre los agentes que quedaron custodiando la ambulancia que cambia la rueda. Hay que verles la cara de miedo. Los indignados insultos se repiten largo rato.  Se ve el corte de la avenida  como un triunfo y la acción como justa, aunque se haya perdido. Se forman corrillos que comentan e intercambian fotos y videos. Varios vecinos del Alto Palermo se asombran: ¿de verdad esto ha pasado aquí, en este lugar indiferente, inhumano?, dicen,  uno aquí y otro allá, y se reconocen gratamente sorprendidos. Los que no somos vecinos también nos sorprendemos. Una chica que trabaja en Migraciones ha obtenido el nombre del detenido, así que verá qué puede hacer, por empezar avisar a la embajada. Otra cuenta que  en la seccional le informaron el procedimiento: pedirán antecedentes al país de origen del muchacho. Nueva indignación: ¡pedir antecedentes por alguien que vendía carteras en la calle!

La gente ha comenzado a menguar, y ahora llovizna. Los últimos veinte o treinta siguen en medio de la Santa Fe cortada, todavía disfrutando de haberse convertido en dueños de la calle. Yo me he encontrado entre  los gritos y los empujones con una vieja conocida, de tiempos de estudiantes. Qué linda manera de reencontrarnos, pienso.

Intercambiamos los datos de contacto, y le digo que contaré esto. Acá cumplo.

sábado

Zonas neutras - Lugares de Patrick Modiano

Hay en París unas zonas neutras..."zonas intermedias, tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso. Podía disfrutarse allí de cierta inmunidad...La calle de Argentine, donde tenía alquilado un cuarto de hotel, era desde luego una zona neutra. ¿Quién habría podido venir a buscarme aquí? Las pocas personas con las que me cruzaba debían de estar muertas para el estado civil. Un día, hojeando un periódico,  fui a dar, en la sección "avisos de los juzgados", con un suelto que se titulaba "Declaración de ausencia".  Un tal Tarride llevaba treinta años sin volver a su casa...Estaba seguro que el individuo aquel vivía en esa calle, con decenas de personas a quienes también habían declarado "ausentes".

Unos sitios de paso, aptos para esconderse, para no ser vistos ni encontrados...Así identifica Patrick Modiano, el reciente Nobel de Literatura,  a algunos barrios o calles de París, en su melancólica novela En el café de la juventud perdida (la única que he leído de él). La novela rememora al café Condé donde unas almas desconcertadas, ateridas, que no pueden hallar sus caminos ni sus pasos, o que huyen de ellos, se reúnen cada día. 

Esas zonas para suspender la vida, para quedarse eternamente en tránsito, me resultan tentadoras, o atractivas. ¿En dónde estarían en Buenos Aires? ¿Habría aquí "zonas neutras"?

domingo

Porno pichicho


A dos cuadras de mi casa hay una veterinaria, negocio antiguo en el barrio. Acostumbrada a verlo, hace un tiempo me confundió: un día lo vi desde la vereda de enfrente y creí que habían cambiado de rubro por una casa de ropa infantil. Cuando me acerqué a corroborarlo descubrí que no era de ropa para humanos pequeños sino de variados vestiditos y polleritas para perras y de jeans y remeritas para perros. 


Ayer pasaba por ahí de nuevo y volví a sorprenderme. Salía del negocio una señora con su primorosa perra recién vestida. Ella, la perra, llevaba puesta una mínima pollerita tableada, en escocés rojo, y moño al tono en la cabeza. Como iba delante de mí yo veía bamboleando su culito rodeado del collar que le hacía la pollera mínima, y entonces me vino a la cabeza la imagen de la "colegiala hot" usada millones de veces en la imagenología erótica, o porno. No dejaba de ser un comparativo para matarse de risa y grotesco al mismo tiempo. 
Y no pude dejar de asombrarme por ese poder de asemejar a mujeres y perras (¿hot?). 


Librerías for ever

Las librerías resisten cambios de hábitos y suman locales

Patrimonio de la CiudadEn tres años abrieron unas 100 nuevas y hay cerca de 400. Crecen las cadenas pero también surgen negocios para públicos específicos. Compiten así con los medios tecnológicos y la lectura por la web.

  • Romina Smith
El periódico británico The Guardian eligió una porteña como la más linda del mundo. Y los porteños las adoran. Tanto, que incluso les dedican una noche por año para celebrarlas y disfrutarlas. Por romanticismo, por mística, o simplemente por costumbre heredada y aceptada, Buenos Aires es una ciudad librera: ama las librerías. Buenos Aires sin librerías no sería Buenos Aires. Y lo dicen los números: hoy en Capital hay 7.645 habitantes por cada local.
Los datos surgen de un análisis que el Ministerio de Desarrollo Económico difundió en el marco de la Conferencia Editorial, un encuentro que reúne a distintos representantes del sector. En ese encuentro, no solo se habló de esos números y de cómo se trabaja en editoriales nacionales, también se trazó un camino a futuro y se dejó en claro que el porteño potencia su vínculo con las librerías que se refleja en las ventas (ver Un negocio...) a pesar de la competencia con la tecnología y de los nuevos hábitos de lectura. ¿Un ejemplo? El país no sólo está al frente del rubro, también logró adaptarse a la producción de libros en formato electrónico y en la región fue donde más creció la edición de e-books.
Con o sin libros electrónicos, antiguas, nuevas, de barrio, de cadenas, con bares, con sillones para leer, con mesas de saldo para revolver, tradicionales como las de la avenida Corrientes (donde solo entre Junín y la avenida 9 de Julio hay 30 locales) o incluso especializadas en el segmento infantil y juvenil, que cada vez se ven más, hoy las librerías siguen tan vigentes como siempre y la cantidad de locales por habitantes que hay en Buenos Aires ya supera a todas las ciudades de Sudamérica e incluso está apenas por arriba de Madrid y Barcelona, dos centros urbanos con más de 500.000 habitantes y una gran tradición librera.
Según datos oficiales, en 2011, cuando Buenos Aires fue nominada “capital mundial del libro”, la Ciudad tenía 293 librerías relevadas. Sin embargo, algunos trabajos recientes hablan de más. Como el Mapa de las Librerías, que se creó en 2012 como iniciativa del programa Opción Libros del Ministerio de Desarrollo Económico con colaboración del Ministerio de Cultura, que estiran ese número a 378 locales que venden libros en distintos barrios y 293 empresas libreras. También según ese mapa, los barrios con mayor cantidad de librerías son San Nicolás (87), Recoleta (45), Balvanera (42) y Palermo (40). Pero con el crecimiento de las cadenas y la aparición de locales especializados hoy se estima que ese número es aún mayor y que en Buenos Aires habría unas 400 librerías, algo más de 100 que hace tres años.
Con esos dos actores el mapa también fue cambiando. El informe que se presentó la semana pasada sobre el mercado editorial porteño habla de esto. “Los cambios del modelo de negocios también ofrecen oportunidades a pequeñas librerías que se especializan en atender a unpúblico más segmentado y se distinguen por títulos seleccionados”, sostiene. Estas pequeñas empresas se suman a las grandes cadenas y completan el mercado. Y las cadenas tampoco paran de crecer: hoy sólo Yenny-El Ateneo (a la que pertenece la Grand Splendid, la elegida por The Guardian) tiene 13 sucursales en Capital. Y Cúspide, con la que recientemente abrió en la calle Corrientes, otras 11. A esas se suman las de Librería Santa Fe y otras más pequeñas. “Además de muchas librerías y muchos lectores, hay muchos emprendedores alrededor de la industria editorial que fortalecen el sector y le dan el dinamismo necesario para ajustarse a las tecnologías, los nuevos modelos de negocios y los tiempos que corren. Sin duda la creatividad y la cultura que se respira en Buenos Aires es algo para seguir promoviendo ”, explicó el ministro de Desarrollo Económico, Francisco Cabrera. Para que esto ocurra es clave el papel de librero, uno de los oficios reconocidos como patrimonio de la cultura porteña. En sus “Memorias de un librero” (1994), el escritor y poeta Héctor Yánover, que estuvo al frente de la librería Norte, una de las más clásicas de la Ciudad, y falleció en 2003, reveló decenas de anécdotas que todavía se repiten en locales de libros. El, que supo reunirse con Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, definió ese compilado de pequeñas historias como “la picaresca del libro”. Pero lo que más plasmó fue, sin duda, el perfil del cliente, con historias insólitas y llenas de humor, y hasta extraños personajes que aún existen y viven y rondan por las librerías.

viernes

En un cajero automático

En  un cajero automático de Buenos Aires, de cuya ubicación no quiere acordarme, duerme  desde hace tiempo una Sin Techo. La despojada  entra al  cajero  al atardecer, o a la noche, en verano vestida con restos de ropas con los que suele hacerse diminutos conjuntos que le cubren apenas las vergüenzas. A veces la pobre cree que se lava la cabeza y se baña y entonces, desnuda, hace gestos de enjuagarse el pelo y de jabonarse la espalda. En invierno,  con más ropa y calzada, se interna en el cajero con un diario,
reparte  unas páginas sobre el suelo, se sienta,  y sostiene a la altura de la vista el resto de las páginas.  Lee o hace que lee tan concentrada que ningún ir y venir del cajero la distrae del diario.  Otras veces habla, ensimismada, dirigiéndose a la bolsa que suele tener a su lado.

Al principio, los que querían entrar recelaban. Les daba miedo, pena, asco, fruncían la nariz, se retiraban. Pero ella ni los observaba así que, de a poco, por su persistencia en acogerse ella en ese cajero automático y también ellos por no salir a buscar otros cajeros, empezaron a tolerarla. A  verla sucia, abandonada, a  veces desnuda, alienada, en medio del cajero automático. Empezaron a dejar de huir cuando la veían y a avanzar a las pantallas, espiándola de costado cuando operaban, guardándose el efectivo en el bolsillo con un sentimiento de sospecha y de vergüenza por tener a sus espaldas  a esa desheredada.  Después la repetición de su presencia los fue acostumbrando, ya nadie huye ni se vuelve a ver por sobre el hombro, desconfiado. Llegan, empuñan sus tarjetas, extraen algo de savia de los bancos y se van rápido,  muchos evitando mirarla.

Y ella, tan Sin Tarjeta, cubierta apenas con unos trapos,  sigue sentada tan ajena en medio del reino de los bancos.


Isabel Garin


Sin  techo -  Carlos Azulay