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viernes

Elegía para un vecino bueno

Ramón ha muerto.  De improviso  la enfermedad, la leucemia, entró a su vida. Entró como una maleducada, empujando la puerta de la vida de Ramón sin pedir permiso, sin preguntar, y se aposentó en ella, se estableció, y en muy poco tiempo y sin importarle nada la saqueó, la vació, la borró.

Antes de que la enfermedad arrasara así con su vida Ramón había sido mi vecino muchos años. Todos los que fuimos sus vecinos sabemos de él, del hombre de pequeña contextura, morocho y de enorme sonrisa, alegre, resuelto para dar las incontables batallas de la vida cotidiana: la poca plata, las idas y vueltas de la vida en familia, los trabajos tan variados desde haber sido embarcado en los areneros del Paraná hasta limpiar vidrieras de negocios por Santa Fe  o musicalizar  las peñas adonde bailan las colectividades paraguayas viernes, sábado y  domingo.  Anduvo con su bicicleta por las avenidas de la ciudad todo lo que pudo, llevando su balde, su detergente  y su limpiavidrios, pedaleando entre los colectivos y los taxis hasta que hará unos tres o cuatro años uno lo chocó. Se repuso de ese impacto pero al poco tiempo tuvo un acv.  También se repuso de él, con paciencia, con kinesiología y con el abandono sufriente pero convencido del vino.  Volvió a las peñas y a la música, que era lo que más le gustaba, pero visto en retrospectiva pareciera que la muerte ya le andaba con ganas.

No le gustaba pelearse con nadie.  A él le gustaba acompañar, ayudar, saber del otro, preguntarle o escucharle o adivinarle si tenía un problema o una necesidad, y entonces ahí estaba. Y para acompañar y ayudar es necesario que el otro no sea un enemigo.  Una vez me contó del lejano y grave accidente de auto en su juventud del cual fue sobreviviente entre cinco amigos, que le había dejado marcas en el cuerpo y muchas pesadillas muchos años; otra vez, hablando de la época de la dictadura, me dijo de sus amigos del PC allá en su Concepción del Uruguay natal, que debieron huir y esconderse y de algunos que nunca volvieron de la noche negra de las desapariciones.

Pero a mí, que fui vecina suya mucho tiempo, lo que más me gustaba era  su matrimonio con Elena. Los dos se habían conocido de grandes en una de aquellas peñas que él musicalizaba, de vuelta de sus primeras o segundas rondas matrimoniales. Tenían hijos y nietos cada uno por su lado y a todos los compartían y querían y sufrían entre los dos.  Ramón cuidaba de Elena, enferma crónica y tan resuelta a ser feliz como él, la saludaba cada mañana cuando montaba en su bicicleta de trabajador limpiavidrios despidiéndose  con palabras de amor hasta pasado el mediodía, cuando volviera a comer. Entonces ella lo esperaba para almorzar juntos, la mesa tendida, la comida caliente y la risa en común.  Cuando era la mañana del cumpleaños de Elena yo oía que Ramón empuñaba la guitarra que lo había acompañado en los varios grupos de folklore que integró y le cantaba el feliz cumpleaños a viva voz, con una profunda sonoridad de tenor que no era posible imaginar en su cuerpo pequeño, y la risa de los dos quedaba repiqueteando largo rato después de los rasguidos del “que los cumplas feliz…”.

Me ha contado Elena que lo internaron inconsciente y que no recuperó la conciencia y se fue sin saber que se iba. Ella le habló al oído estando en la terapia intensiva, suave,  con la voz que él amaba, y Elena jura que inconsciente y todo él la escuchó e intentó responderle, decirle algo, que movió los labios para  hacerle saber que la oía. Elena dice que ahora duerme mal en la cama demasiado grande y solitaria, que se despierta con frío, que se quiere ir de donde vive  aunque no sepa adónde ni a hacer qué.


Ramón, buen vecino mío, adonde estés te deseo que haya una guitarra y un vino sin interdicciones, y peñas sin fin adonde vuelvas a encontrarte con Elena por primera vez,  y una bicicleta para salir a pasear con ella no por las avenidas atestadas de la ciudad sino por  la costa del mar que a los dos tanto les gustaba.