domingo

LO QUE SE VE POR UNA VENTANILLA DE PROCESOS TECNICOS EN UN DIA CUALQUIERA Un cuento de bibliotecarios



A la oficina de Procesos Técnicos solo llegan los que saben, los  otros se perderían. O tal vez la encontrarían por casualidad, buscando otro lugar. Para llegar, hay que dejar a la derecha el mostrador de recepción y adentrarse por un pasillo mínimo,  resto de una obra de refacciones nunca terminada. El pasillito, oscuro y todavía sin revocar,  transcurre una vez a la izquierda y otra vez a la derecha, rodeando el ambiente inconcluso que alguna vez, cuando lo terminen,  será la nueva sala de computadoras de la biblioteca, y luego desemboca en un depósito que guarda colecciones de revistas del siglo XX.  El depósito tiene una puerta  con toda la apariencia de estar clausurada,  y donde el inexperto podría dar por terminada la búsqueda, si no fuera que en ese momento alguien la abre y pasa  por ella  descubriendo que la clausura es aparente. Pasando esa puerta uno se asoma al office, con sus estantes con tazas y vasos alineados y su alacena con yerba y café.  El office, con ser tan estrecho porque también quedó comprimido por la obra inconclusa,  tiene otra puerta que hay que empujar y entonces sí, se ha llegado a la oficina de Procesos Técnicos.

La oficina es interna. Una luz  de tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?. Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los  cuatro catalogadores que trabajan en ella  combaten  la  falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando  sobre las paredes afiches de verdes selvas y de  playas caribeñas. Para acentuar la atemporalidad  sobre los estantes, sobre los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y catalogados.  Cada día muchos de ellos son procesados  pero por algún efecto secreto  de multiplicación la estiba de libros nunca se reduce.  Las pilas son eternas.

Los catalogadores van llegando cada  mañana y se van  adentrando por el pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía cerrada. Cuando se enciende la luz blanca  se internan  en otra dimensión. Todavía  se cuentan cosas, proponen unas  rondas de mate, comentan acerca de la primavera  o del otoño que han quedado  afuera,  pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y  navega  con su  propio impulso.

Entre los tripulantes  viaja  Lucas, el último bibliotecario que ha ingresado y el más joven.   Quedó al cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que  se está  por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una  manera callada y concentrada, y proclama que será su heredero.  Lucas es muy amable cuando habla. Cuando no habla, casi siempre,  parece tan atemporal como la oficina blanca y  las pilas eternas.  A Amelia le gustaría que su proclamado heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no  le parece que él tenga ningún espíritu reclamante.

Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación   que corre, casi física,  desde el  lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y llega hasta aquí.  Amelia se retira  de su computadora y huele el aire: sí, señor, hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas.  Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz entre los dedos y lo balancea,  nervioso. Él no mira a  Amelia, sino hacia la puerta.

Hay que esperar todavía un par de minutos más.  La oficina  también  espera y queda suspendida, a la expectativa.   Al cabo del par de minutos, entra Mariana. Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público.  Es la única que cada mañana aparece  a saludarlos, los demás  saludan por el teléfono interno y a veces se burlan cordialmente  cuando los llaman astronautas, por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la luz blanca cae rendida;  se vuelve dorada con otra luz  que Mariana trae con ella y que fluye en cada saludo que da.

– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?

La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita  en que transcurrían cuando trae el aire de las  salas de lectura,  de los ventanales abiertos, del cielo alto y azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios sobre el  viaje en colectivo, sobre algo que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina y  lo saluda,  y por un momento su largo pelo castaño se derrama sobre él,  Lucas se estremece. Le brilla la mirada, el lápiz  entre los dedos se paraliza, todo él se tensa.  Amelia se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?

No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va.  Su paso es siempre así: un aire fresco que abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno si hubiera qué acariciar. En cuanto se va,  Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el office.  Se detiene con su carga de timidez  pesada como una piedra, y como no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo,  y para perder tiempo se prepara un café.

A los diez minutos,   Amelia lo ve regresar   igual que ayer y antesdeayer. Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana, intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco, vuelve a silenciarse. Los catalogadores trabajan   llenando pantallas una tras otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de libros.  Lucas se  vuelve hacia la pila más cercana, la que está ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.

La oficina vuelve a flotar, ingrávida.





Isabel Garin














sábado

GENTE RARA - Dibujo en vivo






El 13  de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos, uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado  por la ilustradora  Karuchan mientras era leído. 

Aquí el enlace a las fotos del dibujo en vivo: 
https://www.facebook.com/media/set/set=a.539522616120406.1073741840.502495016489833&type=3
¡Muchas gracias a ella  y a los compañeros-colegas del IFTS!


















viernes

CORRIENTES Un cuento de lectores

          Soy pescador desde chico. Mi padre me despertaba oscuro todavía para llevarme con él al río, y me enseñaba a tirar la línea que arrancaría de la corriente a esos dorados que se agitaban unos momentos en tierra, mojados y tornasoles. Yo aprendía a esperar. Que amaneciera primero, que en el río se marcaran sus calles de agua  después, y luego que sus movimientos secretos trajeran los peces. Entonces yo soñaba con pescarlos y poder hacerles una marca. Soñaba con  marcarlos,  arrojarlos al agua de nuevo y volver a pescarlos río abajo sólo para poder reconocerlos.
Así que no hay nada tan mío como  ese llamado de pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo conozco como al  otro, con sus meandros, sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde, ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos  y hay poca gente que se les anima.  Entonces,  los vigilantes  flotan en un vapor de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco el libro entre centenares de libros y lo hallo.  Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido que lo que los ojos puedan ver, y  me llevo mi pez conmigo.
Quien no haya pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para  otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo pesco el libro y me lo llevo  a casa  porque  digo que por el agua navegan peces, camalotes,  canoeros y libros.   Y que   el río está  corriendo día y noche, sólo hay que acercarse a la ribera con  línea y anzuelo  y  tomar del agua lo que el agua lleva. 
Pero no me olvido que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro.  Mido a la guardia,  cruzo de vereda si hace falta,  cruzo los libros de estantes, dejo los más caros  en las mesas de  ofertas,  mezclo filosofía  con ciencia ficción  y misterio con psicología, dejo poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los  macbeths... Pero antes de devolverlos les hago una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés.   Y  después, con el corazón mojado,  los lanzo al agua.
 Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible.  Pero estaba en otra librería, en una librería diferente a aquella en donde yo lo había dejado.  Es  que el  río corre para todos y claro que  hay muchos  pescadores...  


Isabel Garin





jueves

LA DONACIÓN Un cuento de bibliotecarios


 
 Al principio,  y durante mucho tiempo después,  conté los días desde que nos habían traído aquí. Para hacerlo, me guiaba por una luz pálida que nos llegaba cada  catorce o quince horas  desde una ventana alta y estrecha.  También algunos otros los contaban porque desde mi lugar podía oír sus  murmullos de  registro, disminuidos, como cuentas apagadas, sofocadas  entre las muchas capas de papel.


Luego de un par de horas esa luz se atenuaba, se  retiraba con suavidad pero sin dudar, y nos dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.

Alguna vez que me desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya  había  pasado por la ventana una vez,  o más de una vez. Hice un cálculo provisorio para seguir llevando la cuenta pero después la luz  del invierno fue breve y  mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no se hizo ver, volví a dormirme varias  veces dándome cuenta que me sucedía cada vez más a menudo y por más tiempo, y al fin dejé de contar. Lo mismo le habrá ocurrido a los demás, porque hace ya mucho que no oigo aquellos rumores de apagada contabilidad.

 A pesar de estas  imprecisiones tengo perfecta memoria de mis  orígenes. Nosotros vivíamos en la casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa, llena de luz, y él y nosotros nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las tardes en que nos repasaba en los estantes, observando algún título allá y acá,  tocándonos apenas con las yemas de los dedos, casi sonriéndonos, para después sentarse a trabajar en su escritorio. O las mañanas de los domingos cuando  se hacía presente tarareando alguna canción y  abría las ventanas invitándonos a respirar,  y sentíamos su mirada complacida sobre nosotros.  

Con el andar de los años  el  doctor fue llenando los estantes y colocando más estantes  que volvían a llenarse. Yo no la he visto, porque he salido de mi ubicación solo al escritorio donde él me consultaba, pero sabía que había otra sala igual o más grande que la mía, también con las paredes cubiertas de estantes que fuimos ocupando.  Igualmente, recuerdo  que la esposa del médico solía rezongar a raíz de nuestra proliferación, y un par de veces los escuché discutir por ese motivo.

Después, cuando el médico  ya tenía nietos, instaló en su escritorio una computadora. Puedo asegurar que al principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna prevención hacia ella, no nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no desprendíamos todavía ninguna conclusión que pudiera afectarnos por su presencia.   Traté de establecer algún contacto con ella, pero ella  no dialogaba ni  conmigo ni con  otro cualquiera. No por hostilidad o indiferencia, creo yo, sino simplemente porque  no sabía hablar con quien no fuera su igual.  Había nacido máquina, no  vivía en los estantes, no tenía árboles como ancestros y  la electricidad la recorría. Venía de otro universo.

La primera conclusión inquietante para nosotros  fue un tiempo después, cuando  a raíz del tiempo que el médico  leía en la computadora (nosotros íbamos sabiendo de a poco los usos de  esa máquina), su esposa comenzó a reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era más sólida ahora, porque  tenía mucha lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el doctor empezó a considerar  la cuestión. Me sentí desolado cuando un fin de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra sala, y no supe el destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los trajo a mi sala y los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o apilados sobre alguna silla.

Después…El médico seguía apareciendo alegremente las mañanas de los domingos pero creo que ya no nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas, respiraba el aire fresco, pero lo hacía mientras esperaba que su computadora se iniciara. Yo extrañaba muchísimo el contacto de sus manos.

De cualquier forma nunca nos olvidó.  En algunas vacaciones se disponía a  ordenarnos, nos limpiaba,  nos volvía a abrir y a releer, nos re-ubicaba. La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales conocí  que nuestra edad era algo importante, que algunos de nosotros éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos éramos viejos…Hasta ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la edad.  Por mi parte,  recién entonces entendí la relación comparativa  que teníamos frente a la computadora.

Más tarde,  aquel hombre que nos había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé que fuimos un consuelo para él en sus últimos tiempos, cuando  otra vez nos acariciaba y nos  miraba con orgullo. Una vez, a mí en particular   me sostuvo una tarde entera sobre sus rodillas,  releyéndome, observando los subrayados y las anotaciones que me había hecho tanto tiempo atrás,  recorriéndome, saltando páginas, avanzando, retrocediendo…

Fue la última vez que  estuvimos juntos.

Después, no era él sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas.  Yo me sentía tan triste  por la ausencia de aquel hombre que no aspiré a ninguna resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del doctor se sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie nos limpiaba ni nos re-ubicaba.

Hasta el día que la viuda recibió a unas personas que nos observaron,  midieron las estanterías,  anotaron, nos tomaron con las puntas de los dedos para abrirnos y  ver nuestra fecha de nacimiento, y estornudaron un par de veces. Habrá sido entonces cuando arreglaron nuestro destino.

Una mañana, poco después, un grupo de chicos  que hacían bromas entre ellos  y escuchaban  música con sus auriculares, nos metieron en cajas y nos subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos bajaron aquí, el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un ramalazo de satisfacción cuando lo supe.

Pero para mi desgracia tuve que  oír que no éramos bienvenidos. Con unas voces  fastidiadas, y a veces irónicas,  dos o tres personas abrieron las cajas, observaron lo que había, comentaron,  retiraron algún libro de acá y de allá, y luego cerraron las cajas  otra vez. A mí no me retiraron.

Y nos trajeron a este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final.  No tengo ninguna expectativa de que salgamos de aquí.

A veces, muy de tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y revisa unas cañerías que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un parche  por una pérdida de agua que de cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas, sacó a unos compañeros  que dejó afuera, secándose, y luego se fue.

Y ahora  el único despierto soy yo. Todos los demás se han dormido  y no han vuelto a despertarse.  Y yo rememoro mi origen  sin estar seguro si podré hacerlo otra vez.

lunes

Trabajos bibliotecarios: nota en boletín electrónico de ABGRA

En el actual  boletín electrónico de ABGRA  (Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina)  http://www.abgra.org.ar/, acaba de publicarse una nota mía acerca del trabajo bibliográfico-literario que llevamos a cabo en el Centro de Documentación del Instituto de Investigaciones Gino Germani, de la Universidad de Buenos Aires.

Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32&nota=308








domingo

ESQUINAS Instántanea con crisantemos

Luz verde en la esquina de Córdoba y  Larrea.  A mi lado, un muchacho de unos veinticinco años espera el cambio de luz con un ramo de flores en la mano.  Es un punto de color en la esquina  ruidosa, gris, contaminada, con sus crisantemos amarillos y naranjas. 

Un chico limpiavidrios, diez años menor, se le acerca: 

- Locu - lo interpela, cerrando en u la o final - ¿me das una flor para regalarle a mi novia?

El muchacho del ramo, que estaba distraído, se desconcierta. No  esperaba una limosna de  flores. 

- Son para la mía - argumenta  a la defensiva. 

Entonces, cambia la luz a roja. El tránsito se detiene.  El   pibe  lustravidrios, acostumbrado a las negativas, se retira  sin una palabra y se lanza a los parabrisas. El muchacho de los crisantemos cruza a la otra vereda para  buscar taxi y  yo cruzo con él, detrás de la estela de color de su ramo. 

Desde la vereda de enfrente  se ve que a la esquina le falta una flor. 


miércoles

GENTE RARA Un cuento de bibliotecarios

El 13  de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos,  uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado mientras era  leído. ¡Muchas gracias a la dibujante y a los compañeros-colegas del IFTS!



En el mundo hay gente rara…Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con la demás. Mirando desde aquí, desde el mostrador, uno los ve  a todos sentados, leyendo, y mezclados así  no se advierte ninguna diferencia. Hasta que el raro llega, o se levanta de su mesa, y empieza la función.

Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que vienen aquí. Pero raros en serio, no sólo los de siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  ni  los que comen a bocaditos escondidos el sándwich que tienen sobre la falda. Anoto a mis  raros en un cuaderno y al cuaderno lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo bajo llave porque cuando lo dejaba a la vista encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Eran los del turno de la tarde que se reían de mi interés y  decían que yo mismo soy más raro que cualquier raro que pudiera venir.   

A mí  no me importa lo que digan, y a la  pregunta de porqué  los observo y los anoto puedo contestar que por la misma razón que se catalogan las  mariposas y las piedras. Así que yo tengo entre mis mejores especímenes:
Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una pintura del fundador de la biblioteca y  posters del último congreso. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlos.  Pero después observé que se detenía   también  frente a las otras paredes que no tienen nada, están limpias de cuadros,  fotos o posters. Y ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que haya colgado sino las  mismas paredes. Las paredes, propiamente.

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de color naranja y violeta, o  rojo y naranja, largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda. Pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Le conté hasta cuatro cambios en una sola mañana de lectura.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo lennon,  que cada vez que viene, y viene seguido, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí “en la mesa que gustes”, con un amplio gesto circular  del brazo para señalar  la cantidad de mesas libres que había en la sala. Y creí que le daba respuesta de una vez para todas.  Pero no. Cada vez vuelve a preguntar dónde puede sentarse y a estas alturas de la insistencia yo pienso que debe ser un interrogante filosófico  mucho más allá de un asiento concreto, tal vez  alguna cuestión interrogable  acerca del descanso humano, al que yo nunca puedo satisfacer  con mi   limitada  respuesta. 

Pero los más raros de todos  son los raros de computadora. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera PC.  Yo  había notado que se quedaba haciendo  tiempo y  merodeaba por el catálogo,  hojeaba distraída los diccionarios  o se concentraba en su celular. Supuse que esperaba a alguien más hasta que me di cuenta que esperaba que se desocupara la PC Nº 3. Cuando la 3 se desocupa, vuela y se instala ella. Y pueden estar todas libres, menos la tercera, y ella no se sienta a ninguna.

Y está Dedos de Papel, que podría  ser primo del Manos de Tijera. Dedos llega, saluda con una  inclinación de cabeza, y se sienta frente a una computadora. Luego abre su portafolios y saca de él un sobre con recortes de papel rectangulares. A continuación, se enrolla un recorte en los dedos índice y mayor de cada mano  y lo dobla sobre la yema, y así digita sobre el teclado con cuatro dedos protegidos y los otros en el aire, evitando rozar las teclas.

A  Dedos le tomé  fotos con  el celular, para dejar constancia.  Los de la  tarde se quedaron asombrados cuando se las mostré y por primera vez dejaron de burlarse de mis registros. Y algo me dice que en cuanto  comente mis casos  por Internet van a aparecer a contar  sobre los raros que ven en su turno,  como si se les hubiera ocurrido  a ellos y fuera su descubrimiento.  Y no me extrañaría que propusieran un concurso de Raros de Biblioteca,  para el cual me adelanto y dejo aquí presentados a mis  mejores candidatos.


Isabel Garin





martes

Alas


Si le hubiera cortado las alas
habría sido 
mío,
no habría escapado.

Pero así,
habría dejado de ser pájaro.

Y yo...
yo lo que amaba era un pájaro.






"Txoria txori" (traducción aproximada: un pájaro es un pájaro),  del compositor y cantante vasco Mikel Laboa

sábado

Una historia de biblioteca

Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa  leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir"). 
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo,  Bruno desmiente esa aseveración. 




Por Alejandro Abate  © 2011 

Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca, Bruno eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde, ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las 12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes. 

Lo más normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros, así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no se manipula”.

No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de la Biblioteca, cercanas a las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar la Espasa Calpe.

Los que habían inaugurado la Biblioteca, hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran: Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas, Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria, el “Márketing”, la Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca, funcionaba igual. Con irregularidades y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.

Entonces el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos, tanto prácticos como teóricos.
Pero lo que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”, área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material, por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca, separaba una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al Banco.

De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 de la Catedral, y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho. Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la encontró en el bufete del Banco, la Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el libro. Fantástico, dijo.

También estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno como intermediario.

Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro. 

Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a la Biblioteca, Bruno escuchaba sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno. 
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de la Biblioteca para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por Bruno. 
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.

También estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca, pedían los diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer. Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue contagiando.
 
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente: La Montaña Mágica de Thomas Mann; La Condición Humana, de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter Grass.

Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.

Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.

En la Biblioteca, el tiempo pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y de Capacitación. Y la Literatura, pasó a un segundo, a un tercer plano.

A Bruno le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje más. 
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Para no sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación. 
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las luces fluorescentes de la Sala de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la calle.

La estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban junto a él. Con él.

Unos brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.

viernes

Muerte de un dictador

Hoy ha muerto Videla. Así lo replican  los medios nacionales y de todo el mundo, y se intercambia por las redes sociales y  por los teléfonos, y se comenta en los trabajos y en las familias.
Uno escribe eso, que ha muerto,  y lo siente extraño: ¿de verdad ha muerto? No es su edad la  que contradice la idea, la que por supuesto llevaría  a entenderla como natural.  Su muerte no se siente como natural.  La imagen  de  que haya fallecido debe atravesar la terrible memoria: su poder de Señor de la Muerte no se condice con que a él mismo le haya llegado su turno.  La idea debe atravesar mis  muros de incredulidad: ¿de verdad  él mismo era finito entonces? “Entonces”, cuando el país estaba doblegado  bajo su oscuro mandato y cuando  era impensable que el mismo que mataba tan  soberanamente pudiera morir.

Se encontró con ella, o ella lo encontró, en su celda de la cárcel de Marcos Paz. En cárcel común, con condena por delitos de lesa humanidad. 

Yo escribiría en su lápida: “Fue dictador hasta el final”.